Óscar Sumar

En las últimas semanas, se ha reabierto una discusión antigua, pero inconclusa, en el Perú. Primero, el Congreso decidió que era una buena idea aprobar una ley que, en la práctica, revive los . Luego, tenemos la noticia del secuestro de periodistas en Cajamarca, a manos de rondas campesinas. Ambos temas, en el fondo, suponen lidiar con el mismo problema: ¿hasta qué punto es constitucional que el Estado delegue el en civiles?

En el caso de los CAD, que ahora recibirán armas y financiamiento municipal, hasta el ministro de Defensa, José Luis Gavidia, ha admitido que entrañan el peligro de la creación de grupos paramilitares. En el caso de las , se señala que sus funciones están contempladas en la Constitución. Sin embargo, nada en la Constitución nos lleva a pensar que las rondas tengan la facultad para detener personas y menos aún para infligir castigos físicos.

Ambos casos de delegación del uso de la fuerza están proscritos por la Constitución sobre la base del principio de “monopolio del uso de la fuerza”. Este principio ha sido usado recientemente (2018) por la Corte Constitucional de Colombia. También la Corte IDH ha señalado que no solo el incentivo, sino la sola permisión de estos grupos genera responsabilidad al Estado (Masacre de Mapiripán y Pueblo Bello). Incluso nuestro Tribunal Constitucional (2016) ya señaló que las rondas no tienen facultades jurisdiccionales, sino que solo son un apoyo para las comunidades, dejando sin piso un acuerdo de la Corte Suprema, mucho más pródigo en el reconocimiento de facultades, que fuera promovido por Duberlí Rodríguez, el expresidente del Poder Judicial que en la actualidad suele aparecer junto a Waldemar Cerrón promoviendo la asamblea constituyente.

Muchas veces se dice que –más allá de las normas– estos grupos tienen una utilidad práctica ante la ausencia del Estado. Lo cierto es que se romantiza a los CAD y a las rondas. Por un lado, vivimos en un contexto distinto al de los años 80 y 90. Por otro lado, aun cuando el contexto los justificaba, estos grupos eran problemáticos. El propio informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) señala que los CAD fueron simultáneamente víctimas y victimarios en la lucha contra el terrorismo. En el caso de las rondas, si bien pueden servir a la seguridad interna en cierto modo, eso no quita que sean grupos cuya sola existencia supone riesgos y que –en la práctica– han vulnerado derechos fundamentales.

Sin duda, la definición de las atribuciones jurisdiccionales de las comunidades es un tema pendiente. Sin embargo, en el contexto actual, lo urgente es atajar el peligro que estos grupos suponen para la seguridad interna. Muchas localidades donde operan estos grupos se encuentran en zonas donde existe actividad intensa del narcoterrorismo, al que podrían servir como grupos paramilitares de “protección”.

A pesar de que muchos pretendan negarlo, nos encontramos ante un grave riesgo nacional. No solo por la creación de feudos del narcoterrorismo, sino por su propagación al resto del país. Si algo ha sido promovido por el presidente Pedro Castillo y su Gobierno desde el 28 de julio del 2021, no ha sido la creación de una asamblea constituyente o la disolución del Congreso –como nos quisieron hacer creer los “opositores”–, sino el fortalecimiento de las rondas campesinas y la instauración de rondas urbanas u otros grupos cuasi paramilitares.

Como país, hemos sido muy permisivos con el avance del “viejo oeste”, pero es hora de hacerle frente a este problema, impulsado tanto desde el Ejecutivo, como desde el Congreso.

Óscar Sumar es decano de la Facultad de Derecho en la Universidad Científica del Sur