Alonso Villarán

¿Es rentable la ética? ¿“Pasan por caja” los correctos a cobrar mensualmente, de forma tal que, al final de la vida, su bondad fue recompensada debidamente? ¿Es, en suma, un “buen negocio”?

Esta es, posiblemente, la pregunta más común que se hace a quienes viven de la ética (entiéndase, a los profesores de Ética). Pienso que ella se responde mejor cuando nos enfocamos no en sus beneficios, sino en las cargas, algunas de ellas inevitables, que trae consigo una vida inmoral. Mencionemos tres de ellas.

1. Peores personas. Los que piensan que es posible ser inmoral y no sufrir las consecuencias se equivocan. Hay por lo menos una consecuencia inevitable: cuando hacemos algo inmoral nos volvemos peores personas. Esto no es mera especulación, sino, me atrevo a decir, ciencia exacta. Es ilógico, y por ende imposible, que el mal nos acerque al bien. El mal nos acerca al mal.

Esta, por cierto, es una idea tan antigua como Platón (Grecia, 427-347 a.C). Platón decía algo más sobre esto: decía que no hay peor cosa que ser una mala persona. Tanto es así que, según él, es peor cometer una injusticia que sufrirla. Dicho de otra forma, el daño moral que nos infligimos voluntariamente al cometer una injusticia es peor que el daño material que sufrimos cuando alguien comete una injusticia con nosotros. Mejor ser víctima que victimario.

2. Menos sueño. Cuando hacemos algo malo nos sentimos culpables y, con la culpa, vienen las malas noches. De ahí la expresión “pelearse con la almohada”. Por supuesto, no se trata de flagelarnos indefinidamente por nuestro pasado o de ser nuestros peores jueces y carceleros. Pero la culpa, cuando es medida, es útil: nos alerta de que hemos hecho algo indebido. Es como una alarma que nos llama a cambiar.

La culpa, sin embargo, tiene mala fama. Fue Nietzsche (Alemania, 1844-1900) uno de los que sembró esta idea en nosotros: la de la culpa como cruel invención cristiana. De ser así, sería lo más sano deshacernos de ella. De hecho, según los testimonios que uno encuentra en las redes sociales, muchos desean su erradicación. Tenemos, sin embargo, que cuidarnos de lo que deseamos. Después de todo, la ausencia de culpa es un rasgo de psicopatía.

3. Más riesgo. Una tercera consecuencia de hacer el mal es la siguiente: añadimos riesgo a nuestra vida. En otras palabras, sembramos “minas” que en cualquier momento se activarán, destruyendo todo a su alrededor, sin discriminar culpables de inocentes. El panorama es peor cuando notamos que son minas que no podemos desactivar. Esto por una sencilla razón: no podemos deshacer el pasado.

Pensemos en varios de nuestros políticos presos, en cómo no estarían ahí de no haber pedido o aceptado sobornos. Pensemos, también, en cuántos personajes famosos han caído recientemente en desgracia, algunos incluso luego de su muerte, por abusos sexuales. Pensemos, finalmente, en nosotros mismos, en los problemas que nos hemos ganado gratuitamente. Nadie está libre de sufrir injusticias, pero al riesgo de la injusticia no debemos añadir el de la justicia.

Como vemos, las cargas que conlleva la vida inmoral son altas. La inmoralidad nos hace peores personas, nos quita sueño y añade riesgo a nuestra vida. Dicho esto, no pasemos por alto que, como bien defiende Kant (Alemania, 1724-1804), uno debe ser ético, porque es un deber serlo y no solo por conveniencia o temor.

Si es rentable la ética es una pregunta que merece su propia columna. Pero que la inmoralidad nos obliga a “pasar por caja”, y no a cobrar, sino a pagar, parece una verdad insoslayable.