Carlos Meléndez

Uno de los rasgos de la polarización política consiste en que aquellos que se encuentran en los extremos viven encerrados en círculos informativos: se codean con quienes comparten la misma visión de la política y consumen medios de (des)información que validan sus prejuicios y ratifican su ‘wishful-thinking’. Si usted, en los días previos al Mensaje a la Nación, recibió ‘whatsapps’ alertándole de que no ofrecería el tradicional discurso porque estaría asilándose en una embajada, probablemente pertenezca a uno de los polos. Pero si usted recibió un mensaje que lo convocaba a una marcha por la asamblea constituyente que sería anunciada por el mandatario en el Congreso, seguramente pertenece al otro extremo.

Vivir encerrado políticamente ha contribuido a la subsistencia de un presidente tan novato y aislado como Pedro Castillo. La oposición al Gobierno ha generado la narrativa del “principio del fin” desde el primer día del castillismo, una ilusión que es vivenciada con agobio y ansiedad, lo que ha generado ‘gaffes’ contraproducentes para sus intereses (como votaciones de vacancia presidencial sin coordinaciones de votos o movilizaciones ralas que no tumban ni a una yunza). Primer yerro: creer que, por mucho madrugar, amanece más temprano.

Otro rasgo de la polarización es que los integrantes de cada cabo están unidos, también, por compartir estereotipos sociales y valores morales. Es decir, la grieta política se sustenta en una estructura sociológica más profunda que la de limeños versus provincianos. El extremismo saca a flote visiones prejuiciosas, ofensivas y violentas sobre el rival, así como justificaciones autocomplacientes de errores propios. Así, en las críticas al Gobierno (justas muchas de ellas) se hace gala de jerarquías sociales: no se rivaliza con el enemigo político como un igual, sino de patrón a sirviente, de criollazo a cholito. El análisis se convierte en vilipendio y la justa demanda ciudadana es trascendida por el desprecio racista, lo que ha facilitado la victimización del oficialismo. Esta actitud le ha permitido al Gobierno granjearse empatías de un 20% de peruanos, pese a su desastrosa gestión. Defender a Pedro Castillo a toda costa se ha convertido en un revanchismo entre quienes históricamente han sufrido dicha discriminación social. Segundo yerro: facilitar la victimización.

Una oposición ansiosa y agresiva no es el mejor liderazgo para la situación de crisis que atravesamos. No se toman decisiones resolutivas con la cabeza caliente, porque el ensimismamiento noticioso que tanto les embelesa, les resta sensatez. Mientras la oposición contribuya a esta dinámica polarizadora, más favorecerá a la sobrevivencia de Pedro Castillo. Un populista silvestre como él, no tiene mejor fórmula que emplear la fuerza del contrincante para devolverle el golpe. Esa es la táctica populista por excelencia: la confrontación germinada en la victimización. Pedro Castillo no es el mesías que dirige a las masas hacia la revolución, sino quien meramente se desquita del ‘establishment’ vía transgresión y desobediencia, las que cobran legitimidad como respuesta a las tácticas opositoras. Por eso, Pedro Castillo se jacta de no leer periódicos y de no creer en las encuestas, pues su método no consiste en responder directamente al rival, sino en extenuarlo (“se van a cansar de buscar pruebas de corrupción”). Ya lo decía James Scott en “The weapons of the weak”: la ignorancia fingida, el falso cumplimiento y la evasión son tácticas de resistencia campesina. Pedro Castillo y su entorno añadirían otra dimensión: la corruptela como derecho. “Si ya robó una Villarán, toca el turno de un chotano”, me comenta un asesor del ‘lápiz’.

La salida a la crisis política que apresura la oposición tampoco pasa por exhortaciones de renuncia ni por manifiestos de adelanto de elecciones. La ‘rationale’ de Pedro Castillo no pasa por eternizarse en el poder o en delegar un proyecto político, sino en no ir a prisión. Por ello es que la teoría del asilo del mandatario solo cobraría sentido para el último día de su quinto año de gobierno, o cuando realmente esté acorralado por la justicia (hoy estamos a distancia incierta de ambos escenarios). Quienes proponen esta “solución”, también caen en el juego polarizador de ser catalogados a placer como “golpistas”, pues ellos mismos traicionan sus propios preceptos –dizque– “republicanos” (como el de no cumplir con el pacto electoral). Un “que se vayan todos” no se justifica en un Ejecutivo inepto ni en un Legislativo contrarreformista, por más que aquel venga con su reforma política de contrabando (me alucina ver cuánta gente inteligente se deja estafar con el cuentazo de la reforma terciarizada por “notables” como varita mágica). Empiece, estimado opositor, por despolarizarse un poco.

Solo el procesamiento debido de faltas y delitos puede derivar en una interrupción constitucional. Y, en las actuales circunstancias, esto último pasa por el trabajo del Ministerio Público (el cual tendría que realizarse con escrupulosidad, independencia y sin presiones). Los esfuerzos de la “sociedad civil” republicana, de la “izquierda vigilante”, de los demócratas del Campo de Marte, deben residir en proteger la ejecución de investigaciones fiscales objetivas, cualquiera sea el resultado y ‘timing’ de las mismas. Me temo que, con tantas cabezas calientes, socavemos la posibilidad de conseguir justicia intachable en un momento crítico. De otro modo, nos tocará acudir a actores externos, para que sean estos los que resuelvan nuestros males (como sucedió con la Cicig de Naciones Unidas en Guatemala, donde se vieron compelidos a ceder soberanía para que juristas extranjeros pusieran contra las cuerdas a los corruptos). Entre otras consecuencias negativas, dicha intervención produjo la pérdida de credibilidad del país centroamericano ante la comunidad internacional. Evitemos llegar a un nivel ‘guatepeor’.

Carlos Meléndez es politólogo