Le haré una oferta que no podrá rechazar, por G. Cabieses
Le haré una oferta que no podrá rechazar, por G. Cabieses
Guillermo Cabieses

En una de las escenas más emblemáticas de la película “El Padrino”, Johnny Fontane, ahijado de don Vito Corleone, llora ante el capo debido a que no ha podido obtener un rol estelar en una película que, está seguro, lo lanzará al estrellato. El Padrino lo abofetea: los hombres no lloran. Le dice que no se preocupe, que le darán el papel. Johnny responde que eso es imposible. El productor de la película, Jack Woltz, lo odia por haber dormido con una de sus protegidas. No hay posibilidad de que Woltz acepte darle el rol, no hay manera de convencerlo. El Padrino le responde: “Le haré una oferta que no podrá rechazar”.

Quienes hemos visto la película sabemos que el productor no rechazó la oferta. 

Recuerdo esa escena cuando escucho ofrecimientos basados en la renegociación de los contratos estatales a fin de mejorar sus beneficios económicos. Más aun cuando tales propuestas se hacen asumiendo que la renegociación fuese de por sí sola un nuevo acuerdo más favorable para el Estado.

Los contratos solo pueden ser modificados por un nuevo acuerdo entre las partes. Así sucede ya se trate de contratos entre privados o entre privados y el Estado. Es el Estado, y no el gobierno, el que suscribe en este último caso. 

Ninguna ley o acto administrativo posterior a la celebración de un contrato puede afectarlo conforme a lo consagrado en el artículo 62 de nuestra Constitución Política, según el cual los “términos contractuales no pueden ser modificados por leyes u otras disposiciones de cualquier clase”. 

Esta “santidad” de los contratos, por su parte, ha traído consigo la seguridad jurídica que se requiere para que los inversionistas estén dispuestos a apostar por el país en el largo plazo. La decisión de invertir se toma sobre la base de ciertos términos ofrecidos en un momento dado. No es posible lograr la institucionalidad si los términos, luego de acordados, son modificados unilateralmente o mediante renegociaciones forzadas por los siguientes gobiernos de turno. 

En buena cuenta, entonces, el Estado está –al igual que el resto de nosotros– obligado a cumplir con sus acuerdos. No tiene la posibilidad de modificarlos unilateralmente, incumplirlos cuando no le parezcan favorables o de forzar renegociaciones. Si lo hace, no solo recibirá una sanción, sino que además asociará al país la imagen del incumplimiento.

Algunos, no obstante, sostienen que en el caso del Estado la contratación no es paritaria, como en el caso de los particulares. El Estado responde al interés público y, por ende, podría modificar unilateralmente a su favor los pactos contractuales. La experiencia internacional nos enseña que los países que optan por esa vía suelen ser víctimas del ostracismo internacional.

Esto no quiere decir que el Estado no pueda renegociar los contratos. Todos los contratos son renegociables. Incluso algunos estipulan dentro de sí los supuestos en los cuales deben ser renegociados. Lo único que hace falta es que la otra parte, libre y voluntariamente, esté dispuesta a modificar los términos de la relación contractual. 

Naturalmente, para que eso se dé, ambas partes deben sentir que el nuevo acuerdo es razonable para ellas. Cualquier propuesta de renegociación debe partir de esa base. ¿Acaso usted cambiaría los términos de un acuerdo para que le sea más desfavorable? 

El problema es que, cuando del Estado se trata, aquello que el contratante puede sentir que gana es la tranquilidad de no ser hostigado por las diversas entidades reguladoras o fiscales, peor aún, en el caso de algunos países, la de no ser expropiado. 

Cuando la renegociación se da sobre esa percepción, entonces los estados pueden tener un mejor resultado hoy, a costa del bienestar del mañana. Los demás potenciales inversionistas verán que los contratos son renegociados, que la palabra empeñada es gaseosa, y decidirán no hacer más negocios ahí. 

En realidad, el poder de negociación de un Estado deriva, entre otras cosas, de cuán serio lo consideren los demás. Eso, a su vez, depende de si cumple sus pactos o de si, cuando el resultado cambia y ya no le es favorable, trata de alterar las condiciones. 

Debemos ser cautos si queremos atraer la inversión privada que se requiere para que el país se siga desarrollando. Nadie en su sano juicio quiere hacer negocios con el Padrino.