(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Madelyn Antoncic

Una de las grandes preguntas sin contestar de la crisis financiera global del 2008, que los banqueros y economistas adoran debatir, es: ¿Por qué se permitió que Lehman Brothers fracasara mientras se salvaba a American International Group (AIG)? Mucha gente culpa a los políticos, sugiriendo que estaban escogiendo favoritos para recompensar o castigar a viejos amigos en Wall Street.

Dado el enojo en torno a los rescates, esa es una explicación atractiva. Pero la verdad es que Lehman fracasó debido a las heridas autoinfligidas y los pasos en falso que tomó hasta el final. Lehman sabía exactamente los riesgos que estaba tomando. Como directora de riesgos de la empresa hasta el 2007, mi trabajo consistía en conocer esos riesgos y comunicarlos al resto del equipo directivo superior. Pero llegó un momento en que no estaban interesados en escuchar lo que tenía que decir y Lehman perdió el rumbo. Estaba claro que había una nueva “actitud en los altos cargos”, como se detalla en el informe del examinador de 2.200 páginas sobre el colapso de Lehman, y la gestión de riesgos fue repetidamente anulada.

¿Lehman debió haber sido salvado? Sí, pero debió haberse salvado solo. Lehman estuvo en conversaciones en agosto del 2008 con el Banco de Desarrollo de Corea, que quería comprar una participación del 50%. Pero los potenciales compradores creían que Lehman estaba pidiendo un precio demasiado alto. Mientras Lehman vacilaba, el mercado siguió deteriorándose. Una semana antes del 12 de setiembre del 2008, el último día de Lehman en el negocio, el banco coreano regresó con una nueva propuesta, US$5,3 mil millones para una participación del 25%. Pero Lehman no quería conceder respecto al precio para salvarse.

Entonces, ¿por qué el gobierno federal intervino para salvar a AIG, dejando a Lehman a su suerte? No salvar a AIG hubiera sido catastrófico. Su alcance era mucho mayor que el de Lehman y era mucho más sistémicamente importante.

En su apogeo, AIG tenía una capitalización de mercado de alrededor de US$240 mil millones (más de cuatro veces la de Lehman en su apogeo), tenía US$1.000 millones en activos, escribió seguros en 80 países, y tenía protección escrita sobre cientos de miles de millones de dólares de varias formas de deuda, mucha de la cual ayudaba a los bancos estadounidenses y europeos a aumentar la calidad de los activos de sus balances. Salvar a AIG evitó una catástrofe macroeconómica global.

Muchas vidas fueron destruidas. Lo que más me molesta es que la carnicería creada por las economías desarrolladas llegó a personas en todos los rincones del mundo.

Sin duda, algunas cosas pudieron haberse hecho mejor, y muchas decisiones pudieron haberse tomado más rápido. Así que, ¿qué hemos aprendido? ¿Estamos más seguros financieramente o somos vulnerables aún?

Ha habido grandes reformas. Hay más transparencia y controles más estrictos. Los bancos, y en particular los grandes bancos internacionales, tienen más capital y de mejor calidad. Se han introducido índices de liquidez y financiamiento para abordar el descalce de activos y pasivos. Los reguladores ya no confían solo en los modelos internos de los bancos para evaluar los riesgos, sino que han introducido índices de apalancamiento basados en el tamaño del activo para limitar el tamaño del balance de un banco en relación con su patrimonio. Se han implementado nuevas reglas sobre derivados. Y ha habido una introducción de “testamentos en vida”, en la que los bancos deben informar a los reguladores cómo se desenrollarían en caso de falla.

Pero estas soluciones regulatorias, si bien son necesarias, no son una solución completa.

Las consecuencias involuntarias de algunas de estas regulaciones son que el riesgo se ha desplazado de los bancos a entidades menos transparentes y no reguladas. Por ejemplo, el aumento en los requisitos de capital ha ayudado a alimentar el llamado sistema bancario en la sombra. Debido a que las nuevas reglas limitan a los bancos de hacer préstamos apalancados, los fondos de alto riesgo y las firmas de capital privado han aprovechado para brindar financiamiento directo. Este no es el resultado esperado por los reguladores. Estos préstamos ‘peer-to-peer’ no están regulados de la misma manera que los bancos, y moverlos a bancos fantasma reduce la transparencia para los reguladores.

Además, la crisis del 2008 fue consecuencia no de muy poca regulación, sino de una regulación inconsistente e incoherente. Las entidades que realizaban intercambios similares aplicaban reglas diferentes y eran supervisadas por diferentes reguladores dependiendo de su ubicación y de cómo se incorporaban o fletaban. Sin regulación funcional, este problema persiste.

Tercero, ningún “testamento en vida” puede resolver para una institución financiera global altamente compleja el problema de “demasiado grande para fallar”. Todavía no sabemos cómo abordar el fracaso de una gran firma financiera internacional con cientos de entidades en todo el mundo. Hacerlo requeriría la armonización de la legislación de bancarrota de todos los principales centros financieros del mundo, algo que la Unión Europea no ha podido lograr en 50 años. Esta es probablemente la lección más importante de la crisis y la más difícil de abordar.

Para mí, el mayor riesgo de todos no se ha abordado adecuadamente. Lo que aprendí de la experiencia de Lehman es la importancia de la gobernanza. El liderazgo trata de hacer lo correcto, y nada debe ser indiscutible cuando se está a punto de tomar una decisión cuestionable. Esta cultura de controles y equilibrios aún falta en muchas organizaciones.

Si bien no creo que tengamos una gran crisis financiera inducida por el crédito en el corto plazo, siempre existe la posibilidad de que, en la próxima gran crisis, los contribuyentes nuevamente se vean obligados a pagar la factura, si no directamente a través de un rescate, sin duda indirectamente, a través de trabajos perdidos y una recesión económica.

Lo mejor que se puede esperar es minimizar la severidad del shock a través de un mejor gobierno corporativo y una regulación más consistente.

© The New York Times