"El intelectual orgánico es indispensable para la vida política". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"El intelectual orgánico es indispensable para la vida política". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Juan F. Monroy Gálvez

Lo que ordene la Constitución copa la atención pública en estos días de incertidumbre. Si algo está claro es que sus normas significan “X” o “no X”, según quién lo diga. Si es un dirigente político, es explicable. Su tesis desarrolla la posición de su partido. Pero no todas las versiones tienen ese origen. De hecho, las más ardorosas son de académicos sin compromiso político conocido. En principio, esta independencia cualifica la tesis, ya que se trata de un intelectual.

Atendiendo a su relación con el poder, Gramsci clasifica al intelectual en tradicional y orgánico. El primero, además de destacar en su especialidad (ciencias, humanidades, artes, etc.), posee una comprensión del mundo que prestigia su opinión. Aparece en la Roma de Julio César –Cicerón es un ejemplo–. Después lo encontramos en los salones culturales del Iluminismo francés y hoy en las universidades y centros de investigación. El segundo, tan preparado como el primero, integra una organización política desde donde asume el rol de postular, difundir, sustentar y aun modificar el programa de aquella.

La relación del intelectual tradicional con el poder ha sido frustrante. Platón en la corte de Dionisio II de Siracusa, Aristóteles asesorando a Alejandro, Azaña y Negrín en la II República española. Hay dos casos destacables de intelectuales tradicionales alemanes convertidos a orgánicos. Uno es Heidegger como defensor de la ideología nazi. El otro es Carl Schmitt, miembro del partido nazi desde 1933 y sentenciado en Nuremberg, curiosamente denunciado por Karl Loewenstein, ¡dos maestros del constitucionalismo confrontados!

El intelectual orgánico es indispensable para la vida política. De hecho un partido es más sólido si tiene más intelectuales orgánicos, situación que, además, reduce el número de partidos. En Estados Unidos, en contraste con la cantidad de intelectuales orgánicos dentro de los partidos mayoritarios, hay escasos intelectuales tradicionales. Chomsky es uno.

Un intelectual orgánico es un paradigma por lo que dice, hace y no hace, con lo bueno y lo malo que eso significa. Lo fueron José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre. También Salvador Allende y Henry Kissinger. Por eso no debe ser fecundo en agravios y mucho menos pervertir su actuación. Lo hace cuando confunde dejar huella con pisotear, utiliza métodos vedados para persuadir a la masa sobre los objetivos de su grupo o traiciona los ideales democráticos para destruir al rival. También cuando, en medio de una democracia corroída, vende su alma para concretar fastuosas campañas electorales que induzcan al ciudadano a votar por él.

Por otro lado, la función de un intelectual tradicional constituye un deber cívico trascendente. Con un discurso profundo pero sencillo, orienta al ciudadano a elegir de la mejor manera, a desvelar injusticias y arbitrariedades y, en lo sustancial, persigue el bienestar y la convivencia social. Son intelectuales tradicionales Jorge Basadre y Mario Vargas Llosa. Parte de “El pez en el agua” describe las frustraciones de este último cuando intentó convertirse en intelectual orgánico.

La responsabilidad del intelectual tradicional aumenta si su disciplina es vecina a la acción política. Es el caso del jurista, quien, por ejemplo, debe crear las condiciones para que el interés en cumplir la ley sea mayor a su violación. Sin embargo, si sus intervenciones son tendenciosas y se advierte su engaño, perderá credibilidad. Por eso, es peligroso que un jurista se presente como intelectual tradicional sin serlo.

Con alguna excepción, en el último mes los participantes han defendido el significado favorable a tal o cual grupo político, sacando conclusiones de la letra y otras veces del espíritu de la norma constitucional, según convenga. Lo recusable, sin embargo, no es el contenido sino la actitud ladina de ocultar que su opinión no es solo académica.

Estamos ante intelectuales que pareciendo tradicionales actúan como orgánicos sin ser ni unos ni otros. Ahora, si ocultan su calidad porque les incomodan los antecedentes de su partido, deberían buscarse otro. Pero si la reserva se debe a que su intervención se origina en una relación crematística u otra motivación similar, no son más que aquello que Rubén Darío glosaba con singular ironía: “de rudos malsines/ falsos paladines/ y espíritus finos y blandos y ruines,/ del hampa que sacia/ su canallocracia”.