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Mi , durante buena parte de mi infancia, me crio sola. Eran los tiempos de hiperinflación y de terrorismo. La plata no alcanzaba. En mi casa todo se hacía con molleja y pejerrey. Mi almuerzo de cumpleaños era Mac&Cheese. Nos cortaban la luz y las boletas del colegio se pagaban atrasadas. Mi ropa no era de marca. Sí, estudié en uno de los colegios más caros de Lima. Mi mamá gastaba la mitad de su sueldo en aquella pensión en dólares. Era un “bicho raro”, la y divorciada.

¿Mi infancia fue infeliz? Al contrario. Fue maravillosa. Vivía el día a día de una que vendía hasta sus vacaciones para que tengamos algo más de dinero. Mi mamá se graduó en ESAN, cuando las mujeres casi no estudiaban posgrados. Se graduó con honores. Yo estuve allí aplaudiendo. Es la mejor mamá del mundo. Mi motor y motivo. Siempre tuvo tiempo para mí. Conocía a toda mi promoción. En qué cursos era buena y en cuáles sufría. Era mi confidente. Me enseñó el valor del trabajo, a asumir las consecuencias de nuestras acciones. Me enseñó a ser independiente. Sufríamos y reíamos juntas.

Mi mamá trabajó a tiempo completo, vengo de una familia uniparental. Jamás repetí de año ni tuve problemas de rebeldía; al contrario, fui premiada por mi conducta. Ingresé a la Pontifica Universidad Católica del Perú (PUCP) a la primera. Nunca he tenido problemas de drogas ni de alcohol. Trabajo desde los 18 años.

Alguna vez, muy niña, le di una tarjeta a mi mamá contándole que con mis ahorros compraríamos mi uniforme (solo la falda costaba US$50). Ella lloró de la emoción.

Cómo es la vida: 28 años después, yo, ya madre, me encontraba padeciendo con los gastos escolares, cuando Luca, mi hijo, después de verme frustrada, aparece con su billetera, donde guarda sus ahorros, y me entrega su dinero: “Mamá, para que podamos comprar mis cosas”. Aunque se la devolví, no pude evitar llorar y sentir aquello que mi mamá sintió conmigo tantos años atrás: esa sensación que aparece cuando los hijos toman conciencia de que todo sacrificio es para ellos.

Nunca me he sentido culpable por trabajar. De hecho, pocas cosas me han dado tantas satisfacciones. Algunas niñas juegan a ser mamás; yo jugaba a ser periodista. Luca llegó a mi vida estando casada. Fue planeado y soñado. Mi embarazo fue una desgracia. La carga laboral fue tan fuerte que acabé en la clínica desde la semana 24, bajo amenaza de parto inmaduro.

El día que mi hijo nació, comenzó a ahogarse. Hasta sus manos se encontraban negras por falta de oxígeno. Estuvo entubado durante días, no se le podía tocar, sufrió neumotórax. Volví a casa con la maleta pero sin bebe. Cuando todo se estabilizó, antes de que acabara mi licencia, rogué por volver a trabajar. Mi hijo era bebe, pero su padre también estaba allí, sabía que estaba seguro. A los tres meses, finalizada mi licencia, viajé a Venezuela. Al mes siguiente me volví a ir. Dos meses después, me fui durante 15 días a La Haya. No saben cuánta gente me juzgó por “abandonar a mi hijo”, por “mi ambición”. Me juzgaron, también, cuando decidí separarme con mi hijo de año y medio. ¡Cómo me atrevía a “destruir la familia”!

Adaptarme no fue fácil. Dejé de ser reportera y me concentré en la conducción. Escribo libros para compensar ese bichito que tenemos los periodistas y que nos manda a la calle. Trabajo, mi hijo vive solo con mamá, tiene nana, y no, no tiene problemas de socialización. Por el contrario, es educado, tiene notas destacadas, integra la selección de fútbol, y tiene un corazón de oro. Su papá es parte vital de su vida. Somos una familia con dos casas. Cuando me ve trabajar, me dice: “Wow, mamá, ¡cuánto trabajas! Cuando sea grande, yo trabajaré para que descanses”.

No se sientan culpables si no pueden pasar mucho tiempo con sus hijos. Esa frase cliché que dice que más vale la calidad que la cantidad es cierta. Yo, tal como lo aprendí de mi mamá, hablo siempre con Luca. Conozco a sus amigos, mis horarios de trabajo me permiten ir a sus fiestas de cumpleaños, fui delegada de su clase, y lo más importante: él sabe que cuenta conmigo. Sé que trabajando lo inspiro porque mamá no depende de nadie. Mamá es dueña de sí misma, y eso me lo enseñó mamá.