¿El mal menor o el bien mayor?, por Miguel Cruchaga
¿El mal menor o el bien mayor?, por Miguel Cruchaga
Miguel Cruchaga

Las ciudades son los recintos en que perviven los recuerdos, las aspiraciones y los desbordes de cada colectividad. De esa mezcla explosiva y libérrima proviene la singularidad de cada pueblo, pero también se derivan la mayor parte de sus  problemas. El urbanismo, como disciplina, empezó a abrirse camino recién en el siglo XVIII, dedicado a planificar y a ordenar ciudades y territorios. Ya la historia había acumulado infinidad de ciudades deslumbrantes, producto del azar o de la voluntad de los poderosos. Ellas sirvieron de inspiración y ayudaron a descubrir los secretos y derivar las reglas del urbanismo. De esa manera nació esta cultura.  

En el Perú, esta disciplina tuvo mucho impulso desde mediados del siglo pasado. Fueron los años de las primeras unidades vecinales y también los de la creación de la Oficina Nacional de Planeamiento y Urbanismo (ONPU). Los primeros programas de vivienda y el establecimiento de las dos instancias públicas llamadas a forjar los criterios para el uso territorial, las zonificaciones y las pautas para la concepción de programas de vivienda social, fueron confiadas indistintamente a la Corporación Nacional de la Vivienda (CNV) y a la ONPU. Con ello quedó establecido un sistema ordenado y racional para decidir sobre la futura expansión de las ciudades en el Perú. La ONPU fue formulando “planes reguladores” de las principales ciudades del país, mientras  la CNV preparaba proyectos habitacionales para distintos distritos limeños.  

Uno de los primeros planteamientos de la ONPU, por ejemplo, consagraba la avenida Argentina como el principal eje industrial de la capital mientras, en el lado sur de la avenida Colonial, ubicaba la zona destinada a la vivienda obrera. Las unidades –como la Unidad Vecinal N° 3 o Mirones– fueron concebidas como ciudadelas aisladas de los peligros del tráfico, constituyendo una suerte de islotes territoriales sin acceso vehicular, que emplazó los bloques habitacionales en la periferia y las áreas de recreación y de facilidades comunitarias al corazón de cada manzana.  

El régimen democrático que introdujo estos instrumentos fue interrumpido abruptamente y reemplazado por otro de estirpe autoritaria que inicialmente continuó exitosamente estos mismos programas. Tiempo después, sin embargo, encontró una manera más expeditiva de resolverlo: propiciando la invasión nocturna de terrenos baldíos para lotizarlos y asignarlos en el acto. Así nació 27 de Octubre (hoy distrito de San Martín de Porres).

Probablemente dio inicio al dramático contraste que quiebra y separa hasta hoy la trama urbana de las principales ciudades del país: de una parte edificaciones bien concebidas que consiguen integrarse y armonizar con el entorno al que se avecinan y, de otra, asentamientos humanos inconclusos e improvisados, construidos sobre terrenos difíciles e invadidos, en los que completar las instalaciones urbanas (pistas, veredas, parques, agua, desagüe, teléfono, luz, etc.) resulta muy costoso y protegerlos de los embates naturales virtualmente imposible. Esa dualidad parece representar secretamente las peores consecuencias que se derivan de la negligencia y la insensibilidad.

Durante los años en que fui estudiante, solía acudir a la sala de proyectos de la CNV, ubicada en un inmueble de la Colmena. Resultaba edificante presenciar la tensión creativa del grupo de ingenieros y arquitectos que pensaban el desarrollo de la ciudad; escuchar sus diferentes puntos de vista y contagiarse de la intensidad creativa y de la riqueza de ideas que producía ese vibrante grupo profesional. Un tiempo después regresé para integrarme al equipo y encontré un ambiente totalmente cambiado. Grupos tumultuosos copaban los corredores y dificultaban los accesos a los ambientes de trabajo. La recientemente promulgada Ley 13517, destinada a  “remodelar, dar saneamiento y legalizar los barrios marginales” había convertido a la CNV en una agencia de trámites para obtener reconocimiento y “legalización” a infinidad de “tomas de terrenos” recientes o próximas a suceder. De esa manera, el proceso de urbanización “espontánea” desplazó legalmente al principal equipo encargado de ocuparse profesionalmente de la expansión urbana.

Marcó el comienzo de la abdicación del Estado de su rol conductor de las expectativas populares respecto de la vivienda y el proceso de urbanización.

En consecuencia, durante muchos años, el empeño estatal estuvo orientado a promover y orientar la autoconstrucción en los llamados pueblos jóvenes. También a la provisión de “lotes y servicios” en urbanizaciones precarias, promovidas por el Ministerio de Vivienda. En la práctica el Estado hacía suyos los procedimientos y las características de las antiguas “invasiones”. La informalidad tiene raíces en este fenómeno que contribuyó a extender y potenciar. En años recientes, el Estado dio un nuevo giro. Decidió cambiar su responsabilidad de regulador urbano y proveedor de soluciones de vivienda por la de gestor de recursos para su financiamiento. 

El principal resultado de la  nueva política es la proliferación de edificaciones desproporcionadas y muy voluminosas que generalmente menoscaban la calidad del contexto urbano en que se instalan. Los promotores inmobiliarios probablemente piensan que los buenos resultados económicos traen por añadidura mayor belleza al contexto, aunque olvidan que, en realidad, la cosa funciona al revés: la búsqueda de la belleza acarrea adicionalmente éxito económico, como lo demuestran casos paradigmáticos como el de San Isidro, cuyo trazo fue concebido por el urbanista y artista plástico Manuel Piqueras Cotolí, quien sentó las bases para el desarrollo de uno de los distritos más hermosos y más valorizados de la capital. 

Resulta indispensable recorrer las ciudades y recordar su historia para imaginar todo lo que puede suceder los próximos 70 años. Sopesar las consecuencias que acarrea cada nueva iniciativa y tomar conciencia de los enormes daños que deja cada error y cada omisión. ¿Qué ciudades queremos forjar para el futuro próximo? ¿Unas que acumulen la resignada superposición de “males menores” u otras que surjan de la  firme recuperación de los “bienes mayores” que también contiene nuestra rica experiencia urbana?