(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Romeo Grompone

En ocasiones sucede que conceptos que pretenden presentarse con el halo de la trascendencia o como santo y seña que permite abrir las puertas a la presunta respetabilidad terminan siendo una suerte de ingreso al vacío, a la sensación de que no se tiene nada que decir. Con las apelaciones sobre la gobernabilidad, ello parece ocurrir con frecuencia en estos cruciales momentos que vive el país.

Todos la señalan pero no la explican. No van más allá de sugerirla como un principio de orden o un aterrizaje suave cuando la torre de control falla en las instrucciones o se quedó sin personal. Quizá, el que más insistiera en aludir a la gobernabilidad fuera Kenji Fujimori, quien la mencionaba con la insistencia del traqueteo de una metralleta, en cada frase que soltaba, después de la revelación de audios y videos que incriminaban a varios de sus colaboradores. Pero, al fin y al cabo, la persona a la que aludimos es una más en una larga lista.

Como señala el sociólogo argentino Antonio Camou, la gobernabilidad, si bien en principio tuvo otras acepciones que no es el caso referir aquí, en democracia se bifurca en varias dimensiones. Entre ellas, la legitimidad del gobernante por haber accedido al poder de acuerdo a las reglas establecidas y ser consecuente con ellas; la eficiencia en lograr los objetivos que este se propone y la estabilidad que, para sustentarla, requiere de la audacia y la prudencia de introducir cambios.

La gobernabilidad, entonces, es un concepto que responde a parámetros relativamente fijos pero que a su vez se tiene que seguir construyendo. Esta dinámica se encuentra presente en cualquier circunstancia. Y se vuelve un desafío apremiante para el presidente entre una tregua que se abre y la exigencia de innovar en estilo y decisiones.

La agenda de los problemas pendientes tiene la ilusoria simplicidad de lo que puede expresarse en una sola frase: reactivar la economía, combatir la corrupción, establecer pactos sociales y políticos. Puede ser el aprendizaje de estos días. Están, sin embargo, quienes se resisten a ello, por hábitos adquiridos o por el largo trecho que se tiene que desandar.

En la batalla de las ideas, en nuestra sociedad se han impuesto los parámetros fundamentales de defensa de una economía de mercado, al margen de las críticas que esta propuesta puede suscitar en corrientes de opinión minoritarias. En todo caso, el principal eje de contestación proviene de aquellos que hacen énfasis en la necesidad de encarar frontalmente una mayor diversificación productiva. Sin embargo, no puede menos que señalarse la creciente falta de credibilidad de algunos entornos técnicos y de empresas que gravitan decisivamente en la economía del país. De técnicos que hicieron política a través de pactos que, por decir lo menos, se caracterizaron por su falta de transparencia y de empresas sometidas a investigaciones por estar vinculadas al Caso Lava Jato.

En situaciones como la que afrontamos, podemos seguir en entornos cerrados y autosuficientes, que a veces ni siquiera son advertidos por quienes se encuentran en esta condición. O también podemos abrir el espacio a nuevos políticos y profesionales que alivien, tanto como se pueda, el peso agobiante de lo vivido.

Tráfico de influencias, lavado de activos, crimen organizado, colusión, cohecho en sus diferentes modalidades y corrupción son acusaciones que penden sobre muchos de nuestros representantes. ¿Para el presidente es tan sencillo enfrentarlas declarando voluntad y apoyo a las investigaciones? Por cierto, no pueden estallar todos los procesos de una sola vez. Los tiempos políticos son, por supuesto, más sencillos de organizar en secuencia que los de la justicia.

Puede pensarse que una organización política o algunos de sus integrantes, cuestionados en su oportunidad pero que no les ha tocado un nuevo turno, opten por esperar. Pero no conviene jugar con frágiles esperanzas y entonces quizá no resulte demasiado desatinado suponer que surjan confluencias expresas y tácitas. Y en ese camino pueden surgir acuerdos inesperados, especialmente en aquellos a los que, como en la canción de Eladia Blázquez, los una no “el amor sino el espanto”.

Queda pensar en el pacto social invocado por Vizcarra. En relación con la mayoría de partidos, acaso signifique únicamente vestir sombras o jugar con las apariencias. Pero la imagen de la brecha entre Lima y las regiones no puede salvarse si los gobernantes regionales (entre ellos los que actuaron con relativo nivel de eficiencia) están impedidos de reelegirse. Y parece más razonable conjeturar, por desgracia, que las autoridades salientes, más que encontrar nuevas oportunidades, se situarán en una inhóspita tierra de nadie, salvo que el propio Vizcarra los convoque. El presidente podría encontrar en estos espacios subnacionales alianzas que se arman y se deshacen y alguna organización política que le otorgue apoyo circunstancial.

Quedan profesionales y políticos en los que confiar y a los que convocar. Algo de una ciudadanía activa y vigilante. Son señales por seguir. Lo grave es que no consigamos darnos cuenta de que estamos ante restos de un naufragio que exige comenzar con aquello que se tiene y con lo que seamos capaces de crear.