(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Melissa Peschiera

Tenía 4 años. Caminaba sobre esa inocencia perfecta cuando una tarde un pariente me pidió que me acercara a la cama de mi abuela, en donde él descansaba. Desconfiada, obedecí. El único recuerdo que hasta ahora me acompaña intacto es un susurro: “Prométeme que no se lo dirás a nadie”. Así, el miedo y la confusión anidaron en mí, oscureciendo parte de mi infancia y dejando una cicatriz que todavía cargo.  

Invadida de culpa y duda, no sabía cómo hablar con mis padres de esa historia rara que me había tocado vivir, donde nada era como debía ser. Hasta que lo solté y nunca más vi a esa persona. La vida encontró, sin embargo, nuevas rutas hacia los mismos dolores. Mientras escribo me pierdo en ese laberinto que es la memoria.  

Mi hija me devuelve a la realidad: quiere ir al cine con sus amigos. Yo, anclada por mis heridas, pienso de inmediato en que el riesgo acecha, que hay mil peligros para una chica de 15 años. Peligros que yo conozco, peligros que nunca se van. Dudo, no sé qué hacer: ella no ha vivido lo que yo y no puedo encerrarla entre mis temores. No puedo dejarla en la casa, prisionera de mis recuerdos, hija de mi dolor.  

La segunda vez fue con el padrastro de una vecina, dos años después del susurro. Me encerró en un cuarto de su departamento, me pidió que me sentara en sus piernas y todo se hizo bruma: un tormento indescriptible al que me opuse con toda mi fuerza, pero sin éxito. Acabé encerrada dentro del clóset de mi amiga, perdida en un llanto que quizá no terminó nunca. La habitación rosada de mi amiga –rayos– tampoco la puedo olvidar.  

Vuelvo a pensar en mi hija. La que tiene miedo soy yo. Ella empieza a abrir los ojos al mundo, y sus ojos no han tenido que ver lo que los míos. En medio de las dudas que solo una mamá puede entender he llegado a una conclusión: sí hay algo que puedo hacer para proteger a mi hija: escribir.  

Hablar de esto es muy difícil y, más todavía, públicamente. Pero es momento. Es tiempo de usar el dolor para algo más grande, de transformarlo en una herramienta para empoderar a otras. Para decirles que no tienen que ser víctimas eternas. Que serán poderosas protagonistas de sus vidas cuando superen –si la justicia lo permite– el dolor y los susurros.  

En Navidad del 2016 recibí una carta firmada por José Carlos Andrade Beteta. No lo conocía. Confesaba amor y obsesión. Yo, aterrada, decidí ignorarlo. Pero no pude: llegaron más cartas. Empezaron las llamadas de madrugada, los tuits acosadores y públicos. Llegó el seguimiento a mis hijos y a sus amigos, las filmaciones de sus abordajes a mi familia, llamadas a mi madre, apariciones en la puerta de mi casa… Encuentros cara a cara.  

La semana pasada decidí enfrentarlo. A él y a un sistema de justicia que no puede –o no quiere– enfrentar la realidad. El 95% de mujeres hemos sido acosadas y nuestro silencio lo ha normalizado. Lo hemos asumido como parte de nuestras vidas, como el costo de ser mujer. Este acoso abre la puerta a vejámenes mayores.  

Tras meses en el desierto de nuestra justicia, de escuchar a un fiscal explicar lo importante que era la libertad del acosador y de mil otras idas y venidas, casi tiré la toalla. Pero todavía tengo mi voz, y aquí está. Y no soy solo yo. Somos millones vejadas por la indiferencia de todos. Pero ya no estamos solas: juntas podemos cambiar las cosas. Para mi hija. Para las suyas.