(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)

Habitualmente presumimos de ser un país hospitalario. El Estatuto Provisorio de 1821, con el que comenzó nuestra vida independiente, concedió, por ejemplo, la preciada ciudadanía peruana a todos los que “hayan nacido o nacieran en cualquiera de los estados de América que hayan jurado la independencia de España”. Claro que este documento lo dictó el argentino José de San Martín para no pasar por libertador extranjero y tal vez no reflejó el pensamiento de la, digamos, auténtica peruanidad. 

Lo cierto es que relativamente aislados del mundo como hasta hace poco hemos estado (el canal de Panamá apenas ha cumplido un siglo), a trasmano de Europa y lejos de Estados Unidos, y con pocos recursos naturales libres para ofrecer (tierras de cultivo, por ejemplo), históricamente nuestro país se ha visto privado del regalo de los inmigrantes. Si descontamos a quienes arribaron de manera forzada, como esclavos (como los negros africanos durante la época colonial o los nativos de la Isla de Pascua durante los años del guano), los flujos de extranjeros que hayan alcanzado cifras importantes entre nosotros son realmente excepcionales. Tal vez por eso ahora que llegan los venezolanos nos ponemos tan chunchos. 

El primer flujo fue el de los conquistadores españoles y los colonos del mismo origen que desembarcaron por estos lares entre los siglos XVI y XVIII. A pesar de que éramos una colonia hispana, estos inmigrantes nunca llegaron a representar más de un octavo de la población. Y esto incluyendo a sus descendientes criollos, porque sin ellos probablemente no pasaban del 5%. Los viajes desde la península eran por aquellos tiempos largos y costosos. Las partidas a “las Indias” estaban muy controladas y por aquí tampoco había muchas colocaciones para ellos. Las tierras, minas e indios que pagasen tributo habían sido repartidos por los primeros colonos, y sus descendientes no estaban por la labor de compartir. En un tiempo en que la población del Virreinato tuvo en promedio un millón de habitantes, no hubo en el Perú más de cincuenta mil peninsulares. 

El siglo XIX fue el turno de los chinos. Su arribo comenzó en 1849 y estuvo rodeado de fuerte polémica por tratarse de hombres de otra religión, otra lengua y otra cultura. Los prejuicios raciales en esta tierra siempre han estado a flor de piel y sobre la “raza amarilla” había muchas aprensiones (en el último censo hasta se les sacó del cuadro). Para la opinión de los científicos de la época se trataba de una raza inferior a la europea: sumisa, servil, propensa al vicio, y que, mezclada con la raza autóctona, la cual, de acuerdo con el mismo ilustrado criterio, padecía de taras similares, produciría una degradación de nuestro tejido social. La presión de los terratenientes ávidos de mano de obra después de la decadencia y abolición de la esclavitud pudo, sin embargo, más, y la inmigración china llegó a sumar unas cien mil personas (mayoritariamente varones), hasta que en 1874 el gobierno del Imperio Celeste canceló el acuerdo con el Gobierno Peruano, a raíz de los malos tratos que, según denunciaron, padecían por aquí sus súbditos. Pero el puente ya estaba tendido y en los años siguientes los chinos continuaron llegando aunque en menor número. De todas las migraciones que el Perú ha recibido ha sido probablemente la más constante. 

A finales del siglo antepasado fue el turno del otro imperio asiático, el de los japoneses. Entre 1899 y 1930 arribaron oficialmente unos veinticinco mil, pero el número debió ser algo mayor. Fueron los años del algodón, un cultivo delicado por tratarse de una planta permanente, propensa a sufrir plagas y el ataque de insectos, que requería de auténticos hortelanos: una mano de obra agrícola diferente a la que hasta entonces habíamos tenido. Los japoneses se hicieron un sitio en esta actividad económica; llegaron a comprar tierras, montar fábricas textiles y años después hasta colocaron un presidente de la República. Junto con los
, destacaron en el comercio y los servicios minoristas urbanos por su laboriosidad, su bajo margen de ganancia y su buen cumplimiento. La reacción de los comerciantes e industriales criollos o de origen europeo, cuyos bazares cerraban al mediodía, tenían precios más altos y habitualmente se convertían en lugares de tertulia que perturbaban la buena atención a los clientes, no se hizo esperar. Las acusaciones contra los japoneses llegaron a un clima de paroxismo durante los años treinta, en que llegó a prohibírseles tácitamente la inmigración

Paralela a la llegada de los orientales ocurrió también la de otros pueblos, aunque en menor número. Por ejemplo, los italianos, judíos y palestinos, cuyo arribo ocurrió sobre todo entre los mediados de los siglos XIX y XX. Todos ellos crearon colectividades industriosas que fueron claves para la modernización económica e incluso la difusión de nuevas ideas políticas. La creación del Banco Italiano (hoy BCP), el despegue de la industria textil y pesquera y del comercio minorista para los hogares fueron algunos de sus resultados. En menor dosis que los orientales, también sufrieron brotes de xenofobia, especialmente a raíz de sus creencias religiosas o el alineamiento de los gobiernos de sus países de origen en las guerras internacionales. 

En 1980 ocurrió la llegada puntual de diez mil cubanos que habían tomado el local de la embajada peruana en La Habana, a raíz del retiro de la policía local (un hecho derivado del juego político entre Lima y La Habana). No era el mejor momento para desembarcar en el Perú y unos años después casi todos habían desertado en busca de un mejor destino. 

Hoy ha llegado el turno de los venezolanos, cuyo número en el Perú se dice ya supera los cien mil. No es mucho dado nuestro actual tamaño demográfico. Las experiencias anteriores muestran que estos contingentes migratorios han sido positivos en todos los aspectos. Cierto que, a diferencia de hace un siglo, el Perú no padece hoy de la falta de brazos, pero puede haber sectores en la economía en que el aporte de los caribeños resulte de provecho. Venimos de soportar un flujo emigratorio importante que, entre los años 2002 y 2013, nos ha privado de dos millones de peruanos; entre ellos muchos jóvenes con buenas calificaciones profesionales. Son las compensaciones que nos depara la historia.