Bela Lugosi. El célebre Drácula había rechazado varias veces interpretar al monstruo, pero cedió al final en “Frankenstein Meets the Wolf Man” en 1943, producida por Universal Studios. (Foto: Internet)
Bela Lugosi. El célebre Drácula había rechazado varias veces interpretar al monstruo, pero cedió al final en “Frankenstein Meets the Wolf Man” en 1943, producida por Universal Studios. (Foto: Internet)
William Egginton

En este Halloween, esperé ver más disfraces del monstruo de Frankenstein. Al fin y al cabo, este 2018 se cumplen 200 años de haberse publicado la novela de Mary Shelley.

Era poco probable que vea una representación precisa de la creación de Victor Frankenstein. La descripción del ser hecha por Shelley –a quien Frankenstein a menudo llama demonio– es decididamente vaga. Él es enorme; tiene el pelo largo y negro; es espantoso y mira a su creador con un “ojo opaco y amarillo”.

Sin embargo, su renuencia a describirlo no fue un descuido. Si bien su historia se ha interpretado como una que advierte sobre los peligros de la arrogancia del hombre moderno al empujar los límites del conocimiento científico –y ciertamente lo es–, también es, poderosamente, una historia sobre la falta de reconocimiento a aquellos que no se parecen a nosotros, y cómo el fracaso de la simpatía crea monstruos.

Mi referencia al “hombre moderno” fue deliberada. Shelley era hija de la principal feminista de su tiempo, Mary Wollstonecraft, y del filósofo político William Godwin. Ella misma una intelectual y libre pensadora, es casi seguro que tenía en mente un modelo de autoconfianza masculina europea cuando creó a Victor Frankenstein.

Shelley es claramente impaciente, en el mejor de los casos, con la libertad total que le permite a un hombre rico europeo como Victor dedicar el tiempo y los recursos que desee para su educación, mientras que las mujeres de su propia familia solo pueden desear ampliar sus horizontes de igual manera. Al final, Victor, arrepentido, culpará la ruina de Grecia y Roma, así como la destrucción de los imperios de México y Perú, a la obsesión de hombres como él.

En particular, es el fracaso del monstruo para alcanzar el estándar del hombre europeo de cierta clase lo que lo impulsa a convertirse en un monstruo y hacer del mal su bien. Si la conciencia de sus defectos conduce a esta rebelión, es porque el monstruo tiene ese deseo por simpatía y reconocimiento que hace de los seres humanos algo más que máquinas complejas que pueden encenderse con la chispa de la vida.

Victor promete hacer una compañera para su monstruo. Pero cuando se da cuenta de que ella también puede “negarse a cumplir con un contrato hecho antes de su creación”, reafirma su dominio y la destruye.

El monstruo de Shelley reaparece en la cultura popular en diferentes formas. Se ve en Hal, la computadora en “2001: A Space Odyssey”, que decide que sus compañeros humanos son prescindibles. Se ve en la película “Life” del 2017, en la que unas pocas células de vida extraterrestre se convierten en un ser altamente inteligente que se niega a seguir siendo un experimento.

Más importante aún, el monstruo de Shelley reside en todos los que son considerados diferentes y se niegan a cumplir con los contratos sociales que no ayudaron a crear. El monstruo vivió cuando los afroamericanos se negaron a asumir su estatus de sujeción; el monstruo vivió cuando las mujeres exigieron el derecho a votar; y vive hoy cuando ellas se niegan a ser tratadas como objetos.

El monstruo vive y continuará viviendo mientras exista un anhelo por ser reconocido por completo y como igualmente humano.

© The New York Times.
–Glosado y editado–