(Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
(Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
María Emma Mannarelli

Responder a las inquietudes de mujeres y niñas relativas al conocimiento, en general, y al científico, en particular, exige transformaciones radicales, tanto en lo público como en lo privado. La escuela –siempre discutida y cambiante, nunca suficiente– fue un ofrecimiento republicano, que diferenciaba hombres de mujeres, y que era limitada para estas últimas de muchas maneras. Así, fue concebida como parte de un proyecto político que distinguiría la vida de los habitantes del país de aquella que correspondía a la sujeción al reino de España.

La escolaridad de niñas y jóvenes sin señalamiento explícito o formal sobre exclusiones según raza ni clase fue anunciada con la nueva bandera y escudo republicanos. Los obstáculos para la realización de esta promesa inicial formaban una larga lista que habría que tratar con más detenimiento. En resumen, niñas y mujeres estuvieron alejadas de la experiencia libertaria y, de forma especialmente dramática, las indígenas, tanto así que la idea de postergar los derechos políticos de los que no habían accedido a la escritura dejó de funcionar y, finalmente, pudieron elegir a sus autoridades recién en 1980. Sin embargo, las niñas siguen siendo retiradas de las escuelas con más frecuencia que los niños; las tareas domésticas, que los hombres se niegan a asumir, las esperan.

La escuela, como el lugar por excelencia y la condición sine qua non para la formación de un razonamiento que convierta la inquietud y la curiosidad en preguntas válidas para la ampliación del conocimiento, tiene una historia que no termina y que con frecuencia se vulnera. Veamos dos motivos: la escuela como espacio público o extradoméstico supone una modificación del comportamiento, nuevas formas de trato y de ejercer la autoridad, un cuestionamiento de privilegios asignados desde el parentesco/linaje y también desde las creencias religiosas. Por otro lado, poner juntos a los que en otras instancias del mundo social se les considera desiguales –hombres y mujeres, ricos y pobres, etc.– requiere, entre otras cosas, regulaciones que se instalen en el psiquismo de los individuos; normas que se incorporen complejizando y diferenciando el mundo interno.

Esta autorregulación que reclama el espacio público, en este caso la coeducación, tiene que ver sobre todo con la contención de los impulsos (los agresivos y los sexuales). Los hombres tendrán que renunciar a formas tradicionales de dominio y de gratificación permitidas en ciertos contextos desregulados/domésticos. Aquí se incluye a maestros y alumnos. Por otro lado, las maestras tendrán que ensayar/probar formas de ser que se distancien de la función maternal, de donde fluyen las preferencias que refuerzan las atribuciones de género tradicionales.

Las asignaciones domésticas, aquellas cuyas fuentes se ubican en la dinámica de la casa, reproducen las jerarquías que tienden a inhibir las opiniones de las niñas y, en contraste, a sobrevalorar la palabra masculina. La mujer doméstica, la madre, no tiene sexo ni autonomía; por lo menos ese ha sido el mandato burgués ilustrado cuyo epítome es el “ángel del hogar”. Este ángel no habla en el aula ni en el laboratorio; no pregunta, no critica, no cuestiona. Tiene miedo de hacerlo, los hombres la rechazarán y no conseguirá puesto en el “mercado matrimonial”. No escribe y a duras penas lee. Puede dejar de estudiar, es un ángel. Eso sí, sirve.

De reproducirse las funciones domésticas en la escuela, en la secundaria y en la universidad, las posibilidades creativas –de las que se nutre la producción del conocimiento, la innovación tecnológica– serán ajenas a las mujeres.

Es cierto que las familias nucleares del mundo occidental moderno/urbano han reclamado mujeres madres, cuidadoras discretas y recatadas, esposas diligentes y atentas. La escuela ha sido importante para cerrar la casa y dotarla de un sentido sentimental. Pero también significó postergar la maternidad, espaciar los embarazos, y estos hechos –que encauzaban afanes igualitarios no siempre explícitos– hacían que cada vez más hombres contuvieran sus urgencias sexuales. Esta es una de las ilustraciones más evidentes y sencillas de lo que la asistencia femenina a la escuela conlleva; un cambio en la cultura sexual.

Esta exigencia civilizatoria, que compromete la postergación de la satisfacción de la pulsión de los hombres, se vuelve intermitente, se interrumpe, se pasma y hasta retrocede cuando el Estado desconoce su función de monopolizar la violencia legal; cuando no ingresa a la casa para atenuar las jerarquías y la autoridad inspirada en ellas. Esto ocurre cuando los vínculos familiares y sus referentes simbólicos son los que pautan el acceso a los recursos materiales; cuando los parientes organizan lo político; cuando lo público y lo privado tienen dificultad para diferenciarse. En esta confusión, las niñas y las mujeres –percibidas y tratadas solo como parientes– tendrán dificultades para encontrar su propia voz y su singular deseo.

Por otro lado, las preguntas que eventualmente se desprendan de su experiencia se desdibujarán ante un lenguaje científico que, lejos de ser objetivo y asexuado, expresa los intereses masculinos en el desarrollo de la ciencia y del conocer.

Periodistas feministas, vanguardistas, educadoras, escritoras y filósofas han reclamado espacios seguros y dignos para las mujeres; los han construido y defendido desde el inicio de la vida del Perú independiente; logros culturales que amenazan atribuciones arcaicas cuya supervivencia plantea una revisión genuina de las reflexiones sobre el bicentenario.