¿Acaso los feminicidas, violadores y otros vienen arropados con una etiqueta visible pegada en la frente para que nosotras, las mujeres, sepamos que son capaces de violarnos, matarnos y violentarnos de distintas maneras?(Ilustración: Giovanni Tazza)
¿Acaso los feminicidas, violadores y otros vienen arropados con una etiqueta visible pegada en la frente para que nosotras, las mujeres, sepamos que son capaces de violarnos, matarnos y violentarnos de distintas maneras?(Ilustración: Giovanni Tazza)
Arlette Contreras

Estoy tan orgullosa porque este es mi primer artículo de opinión y porque hoy cumplimos nuestro primer aniversario de la marcha . Marcha que, como quedó registrado en las páginas de los periódicos, las fotos de las redes sociales y las cámaras de televisión de hace un año, albergó a miles de personas, entre hombres y mujeres de todas las edades, el 13 de agosto del 2016.

A un año de la multitudinaria marcha, desde el colectivo Ni Una Menos hemos contribuido a seguir visibilizando y colocando en la agenda pública la problemática de la violencia física, psicológica, sexual y de todo tipo contra las mujeres. Y a pesar de que los índices de violencia no se han reducido, sí hemos observado que las mujeres, hoy, tienen mucho más coraje y valentía para denunciar y dar a conocer todo aquello que antes callaban.

Seguimos luchando por deslegitimar la normalización de la violencia en nuestra sociedad, y pienso que en este terreno hemos logrado avanzar algo. Sin embargo, no es suficiente. No basta, pues es necesario que reflexionemos sobre nuestras prácticas de crianza y educación para que podamos quebrar los estereotipos de género y reaccionar con mucha más fuerza frente a tantas muertes y ataques contra las mujeres en el Perú.

En efecto, nuestro país registra hoy uno de los índices más altos de violencia en el planeta. Después de la asiática Bangladesh y la africana Etiopía, ocupamos el tercer lugar en violaciones sexuales. Asimismo, seis de cada diez peruanos y peruanas son tolerantes a la violencia.

En el Perú, basta que seamos mujeres para situarnos en un alto grado de vulnerabilidad, para convivir con una situación latente de riesgo para nuestras vidas y nuestra seguridad. ¿Es ese el país que queremos?

Ese país que, como constatan las cifras de agosto del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP), de enero a julio –es decir, en los primeros siete meses del año– ya ha reportado 59 feminicidios y otras 123 tentativas de feminicidios (lo que significa, tristemente, un 11% más que los casos que se registraban en el mismo período del año anterior).

Ese país cuyo Ministerio de la Mujer, en los primeros seis meses del año –también según cifras de la entidad gubernamental– atendió un total de 2.890 casos de violencia sexual contra niños, niñas y adolescentes. Cifra que, además, representa un alarmante 74,1% del total de casos atendidos (que asciende a 3.898 atenciones).

Ese país que durante los doce meses del año pasado registró la atención de 43.750 casos de violencia familiar y sexual de personas entre los 18 y los 59 años en los Centros de Emergencia Mujer. De este total, además, el 97% de casos fue por violencia contra las mujeres.

Ese país con un departamento como Loreto, donde el abuso sexual en escolares de secundaria ha afectado a cuatro de cada diez estudiantes.

Ese país donde, de acuerdo a la Defensoría del Pueblo, en el 2016 el 13,6% de adolescentes entre los 15 y los 18 años quedaron embarazadas.

Ese país donde, según estadísticas de la ONG Save the Children, el 60% de embarazos en menores de edad entre los 12 y los 16 años ocurridos el año pasado fue consecuencia de una violación sexual. Y en el que, según registros del Seguro Integral de Salud, en los últimos seis años 11.781 niñas y adolescentes entre los 9 y los 14 años tuvieron hijos producto de una violación.

Ese país en el que, durante todo el 2015, 1.538 niñas y adolescentes de entre 11 y 14 años de edad acudieron al Registro Nacional de Estadística e Informática para declarar el nacimiento de un hijo. Y donde, también, se registraron 3.950 casos de adolescentes que transitaban la maternidad con apenas 15 años.

Más allá de lo que puedan enseñarnos las cifras (y de lo fuertes que puedan ser), necesitamos que el Estado cumpla con su función de brindar una adecuada atención a las mujeres que sobreviven a episodios de violencia. Es al Estado al que le corresponde darnos un acompañamiento integral y continuo.

En ese sentido, los operadores de la administración de la justicia en nuestro país tienen el deber de atender adecuadamente nuestros casos aplicando el enfoque de género. No les estamos pidiendo algo extraordinario, sino simplemente que cumplan la legislación y vean nuestras demandas tal y como manda la Ley 30364. ¿Saben nuestros jueces, fiscales y demás operadores de justicia lo que significa esto? ¿O es que todavía persisten los juzgadores machistas que, lejos de otorgar justicia y reparación para las víctimas, las terminan haciendo responsables del delito?

Díganme ustedes: ¿acaso los feminicidas, violadores y otros vienen arropados con una etiqueta visible pegada en la frente para que nosotras, las mujeres, sepamos que son capaces de violarnos, matarnos y violentarnos de distintas maneras? Pues no, señores juzgadores. Es fundamental valorar el testimonio de las víctimas y no culparlas o hacerlas responsables por la violencia que han sufrido.

¿Podremos lograr ser un país en el que podamos vernos todos y todas iguales ante la ley –como nos dicen– y con las mismas oportunidades? ¿Y tú, apreciado lector, haces algo para contrarrestar la violencia que existe en el Perú?