Nuestro triángulo: precisiones y perspectivas, por J. Colunge
Nuestro triángulo: precisiones y perspectivas, por J. Colunge
Jorge Colunge

Existen dos conceptos para materializar una línea fronteriza: la “delimitación”, que toma dos puntos geográficos extremos reconocibles y los une describiendo una línea ideal; y la “demarcación”, que es el reconocimiento de la delimitación sobre el terreno, colocándose hitos o realizando una demarcación cartográfica.

En el levantamiento de la línea limítrofe con Chile, tenemos expresas alusiones a la delimitación. Así, el artículo 2 del tratado de 1929 señala que la frontera “partirá de un punto de la costa que se denominará Concordia, distante 10 kilómetros al norte del puente del río Lluta”. 

Y, en las instrucciones idénticas que recibieron los jefes de la Comisión Mixta Demarcadora (el 28 de abril de 1930), se lee: “Para fijar este punto: Se medirán 10 kilómetros desde el primer puente del Ferrocarril de Arica a La Paz sobre el río Lluta […] y se trazará, hacia el poniente, un arco de diez kilómetros de radio, cuyo centro estará en el indicado puente y que vaya a interceptar la orilla del mar, de modo que, cualquier punto del arco, diste 10 kilómetros del referido puente. […] Este punto de intersección del punto trazado, con la orilla del mar, será el inicial de la línea entre Chile y el Perú. Se colocará un hito en cualquier punto del arco, lo más próximo al mar posible, donde quede a cubierto de ser destruido por las aguas del océano”.

La Comisión Mixta no erigió ningún hito a orillas del mar, y el primero se edificó a decenas de metros tierra adentro. Tampoco levantó una demarcación cartográfica del Punto Concordia, pues hasta un ciego caminando en dirección correcta en pocos minutos mojaría sus zapatos a orillas del mar. 

En 1968-1969, para resolver incidentes pesqueros, se convino en un acta que, teniendo como referencia el Hito 1, se trazaría una línea por el paralelo geográfico que, después de alcanzar el mar, sirviera como límite de pesca. Chile se aferra de este procedimiento al argüir que el acta modificó el tratado y las actas demarcatorias (todo un imposible jurídico), afirmando que la línea divisoria, al llegar al Hito 1, ya no continuaba hasta el Punto Concordia, sino que tomaba el rumbo del paralelo en dirección al mar, pretendiendo incorporar a su soberanía el triángulo resultante de esta interpretación.

La simple lectura del tratado y los textos de la Comisión Mixta demuestran con claridad nuestra posición: el punto Concordia está a orillas del mar y el Hito 1 no lo está. Además, toda la línea a partir del Hito 1 que sigue el paralelo establecido  en el acuerdo pesquero, está íntegramente fuera del arco de delimitación de los 10 kilómetros. 

Frente a la coyuntura de cómo resolver un desacuerdo interpretativo al Tratado de 1929, el mismo documento contiene una cláusula específica de arbitraje (en su artículo 12), que indica que, si a pesar de la buena voluntad de ambos países no se llegara a un acuerdo, el presidente de Estados Unidos decidirá la controversia.

Este artículo detenta efectos jurídicos determinantes. Ya que, al tratarse de un acuerdo que entra en vigencia con el tratado de 1929 –y que es parte indisoluble del mismo–, tiene también la calidad de perpetuidad. Sin embargo, podría impedirse su aplicación solo bajo dos circunstancias: que las partes decidan modificar el tratado o que el presidente estadounidense decline de la responsabilidad arbitral que detenta.

Pero hay algo más. Por este artículo, el Perú y Chile entregan al presidente estadounidense la nominación de árbitro, no solo de manera exclusiva, sino además excluyente. Y mientras este artículo continúe vigente, ninguna instancia internacional podrá sustituirlo para decidir una cuestión interpretativa del tratado. Y esto incluye a la Corte Internacional de Justicia. Así de simple. 

Formalizada la posición de Chile sobre el “triángulo” y sin que se retracte de su aspiración (problema que para resolverlo era crucial llegar a la demarcación cartográfica del Punto Concordia), se decide acudir a la corte para que falle sobre otro desentendimiento: el límite marítimo.

Producido el fallo de la corte, el presidente chileno incurre en un nuevo dislate, al sostener que también se había decidido la soberanía del triángulo terrestre a favor de Chile. Nada más alejado de la carga jurídica del fallo, pues la corte jamás podría fallar sobre algo que nunca fue materia de la litis y porque textualmente, en su punto 175, el fallo reconoce: “La corte no está llamada a tomar posición acerca de la ubicación del Punto Concordia, donde empieza la frontera terrestre entre las partes. La corte observa que podría ser posible que el mencionado punto no coincida con el punto de inicio del límite marítimo, tal como acaba de ser definido. La corte observa, sin embargo, que tal situación sería consecuencia de los acuerdos alcanzados entre las partes”.

Del texto fluyen dos conclusiones. Por un lado, la corte admite que no tiene facultad para indicar la ubicación del Punto Concordia, afirmación que deducimos se da porque entiende que determinar tal ubicación implicaría una tarea de “interpretación”, que es competencia exclusiva del presidente estadounidense. Y, si ello no fuera así, la corte se habría pronunciado categóricamente sobre esta cuestión. Seguidamente, el fallo confirma que el Punto Concordia es “donde empieza la frontera terrestre entre las partes”. Más claro, ni el agua.

Mirando hacia futuro este problema, comentemos algunas propuestas de solución o declaraciones sobre este asunto.

Hay quienes pretenden se erija en el triángulo un parque binacional que sepulte la discordia. Es decir, que el Perú permita una injerencia soberana chilena en parte de nuestro territorio. ¡Como si no hubiera otra solución! 

También se propicia una negociación, tal vez sin medir lo difícil de esta tarea cuando se trata de asuntos territoriales. Esta podría resultar infructuosa dada la irreductible posición chilena, por lo que no debemos dejar de pensar en otra vía de solución pacífica. 

Asimismo, se propuso ponernos de acuerdo con Chile para acudir en consulta a Estados Unidos. Basta leer el artículo 12 del tratado. Allí no se acordó una consultoría ni una mediación, sino un simple arbitraje. Y para accionar un arbitraje no se requiere ningún acuerdo con la otra parte, pues solo pensar en esta hipótesis atentaría contra las bases fundamentales de esta institución. 

Comparecer otra vez ante la corte levantando un nuevo caso, o acudir al arbitraje estadounidense en última instancia, también se escuchó. Un nuevo caso demandará años, sería oneroso y generaría un lapso inconveniente de tensiones. Corriéndose, además, el riesgo que la corte, por las razones ya indicadas, vuelva a indicar que “no está llamada a tomar posición acerca de la ubicación del Punto Concordia”, con lo cual el caso quedaría irresuelto. O lo que podría ser más propio, consciente del antecedente envuelto en la litis, decida inhibirse ab initio, naturalmente, con el aplauso de Chile. 

Por su lado, el embajador estadounidense en Lima, no ocultó lo incómodo que resultaría a su país intervenir en una litis entre “países [que] son aliados y amigos de EE.UU. y son completamente capaces de resolver el asunto”. Sin embargo, tuvo que confirmar: “Si nos piden algo, vamos a considerarlo”.

A propósito del arbitraje, llamó la atención ciertas declaraciones de un ex canciller realizadas el mes pasado, en las que circunscribe el arbitraje estadounidense a las tareas de demarcación y, por tanto, afirmó que la posibilidad quedó superada “pues el tratado ya fue ejecutado”. También duda de que Estados Unidos quiera involucrarse porque esa cláusula “no lo compromete”.

Efectivamente, en el artículo 3 del tratado hay una referencia arbitral que está circunscrita a la demarcación y que indica que, en caso “se produjera algún desacuerdo en la comisión, será resuelto con el voto dirimente de un tercer miembro designado por el presidente de Estados Unidos de América, cuyo fallo será inapelable”.

Se trata pues de un arbitraje por delegación, en el que no es el presidente de Estados Unidos quien debería fallar, sino una persona designada por él. Mientras que en el arbitraje previsto en el artículo 12, es el propio jefe de Estado quien deberá fallar, siendo que la materia cubierta es de orden interpretativo sobre “cada una de las diferentes disposiciones de este tratado” en las que hubiere desacuerdo.Y esto podría suceder en cualquier momento mientras el tratado siga vigente. 

No es posible, por tanto, pensar que no existe la posibilidad de acudir, en cualquier momento, al arbitraje previsto en el artículo 12 del tratado.