(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Raúl Zegarra

El papado es una institución llena de complejidad. No en vano Eamon Duffy titula su fascinante historia de los papas ‘Santos y pecadores’. Allí, Duffy nos recuerda con sobriedad una sencilla verdad: que el papado es una institución humana marcada, como todas las demás, por pugnas de poder, vanidades y miserias. Y, sin embargo, el papado es también una institución sagrada o, al menos, aspira a serlo. La ambigüedad, pues, marca su historia y su destino, desgarrando el pontificado entre la ‘civitas terrena’ (“ciudad terrena”) y la ‘civitas Dei’ (“ciudad de Dios”), como diría San Agustín.

No sorprende, entonces, que la llegada del a nuestro país genere incomodidad a muchos. El papado tiene un legado cuestionable y el accionar de Bergoglio no parece tener fuerza suficiente para modificarlo. A esto hay que añadir la cantidad de dinero que esta visita le cuesta al país y su respuesta al caso .

Sobre lo primero se ha aclarado ya mucho, pero la indignación producida por el gasto de millones es algo que ninguna explicación parece capaz de subsanar. La intervención reciente del Sodalicio, de otro lado, ha generado un poco de tranquilidad, pero muchos juzgan su proceder como tardío. Más aun, su accionar no garantiza falta de encubrimiento, arguyen los más escépticos. Razones para la indignación existen. Me he sumado a la crítica en más de una ocasión.

Pero con estos antecedentes de la historia del pontificado y las propias limitaciones de Francisco, lo que en realidad debería sorprender es el entusiasmo de la abrumadora mayoría (un 60% de peruanos califica su visita como positiva, según una encuesta de Ipsos publicada en este Diario). Por supuesto, esto tiene explicación también para quienes lo miran con sospecha: “La religión no es más que una ideología que afianza el dominio de clase” o “la devoción popular no es más que un mecanismo psicológico para hacerle frente a la fragilidad de la especie”, podrían decir ellos apelando a Marx o Freud, respectivamente.

Sin desestimar el valor de las críticas, quisiera sugerir una interpretación alternativa de este entusiasmo. Quizá una clave nos la dé el propio Duffy cuando indica que el papado “simboliza la presencia del mismo Dios en las mentes y corazones de la gente”. Esta, por lo demás, es una experiencia más ordinaria de lo que podría parecer. Sucede con las artes plásticas y la poesía, pero sobre todo en experiencias colectivas como conciertos, asambleas políticas y espectáculos deportivos.

Nuestra vida está llena de experiencias ordinarias que nos ponen en contacto con lo extraordinario. Le sucede al entusiasta cuando va a ver a la selección y sube las escaleras del estadio José Díaz mientras decenas de miles cantan el himno nacional. Le pasa a quien desborda de gozo cuando puede por fin escuchar en vivo a su banda favorita o al líder político en el que cree. Émile Durkheim se refiere a este tipo de acontecimientos como “efervescencia colectiva”. Para el sociólogo francés, se trata de rituales colectivos que nos hacen migrar de la orilla de lo profano a la de lo sagrado.

Las experiencias religiosas no son muy distintas, aunque el objeto sí lo sea. Luego, no debería ser muy difícil entender lo que pasa en nuestro país en estos días. Para la inmensa mayoría la visita de Francisco trae a nuestra cotidianidad algo extraordinario. Ningunear el entusiasmo que siente la mayoría por su visita me parece injustificado, si es que no un signo de elitismo. El fundamentalismo religioso solo se hace más atrevido cuando se encuentra con la intransigencia anticlerical. No avalemos ninguno.

Concluir aquí, no obstante, sería insuficiente. Una fenomenología del entusiasmo religioso ayuda a entender muchas cosas sobre el papado, pero toca analizar ahora lo que Jorge Bergoglio representa para esta institución milenaria.

Ciertamente, el papa Francisco no ha hecho cambios comparables a la ansiedad que muchos sentimos. Pero cambios ha habido. La ordenación sacerdotal de mujeres, cuya prohibición no se sostiene teológicamente, sigue en pie; pero Bergoglio está desarrollando estructuras para una inclusión más orgánica de las mujeres y parece haber abierto la puerta para su ordenación diaconal.

El Papa ha cambiado radicalmente también el orden de las preocupaciones pastorales de la iglesia. Nótese la nueva entrada a temas como salud reproductiva, orientación sexual, divorcio, etc. El cambio es tan serio que ha generado airada y pública resistencia, incluso de parte de algunos cardenales. Evidentemente, estas reacciones no son gratuitas. Francisco es percibido como una amenaza por aquellos que quieren una iglesia rígida y vertical.

A esto hay que añadir que el Papa es la figura pública más influyente hoy en día que sostenidamente critica el sistema económico que nos rige. Nadie como Francisco ha usado su investidura para denunciar con severidad el enriquecimiento desmesurado de unos pocos con el costo de tener a millones bajo la línea de pobreza. Lo acaba de hacer en Puerto Maldonado, denunciando además la voraz depredación de los recursos naturales.

Francisco no es, pues, todo lo que algunos quisieran que sea; pero Francisco, es, al mismo tiempo, más de lo que muchos esperaban. Me animaría decir que es un papa entre dos fuegos: aquel de los progresistas insatisfechos y el de los tradicionalistas enfurecidos. Entre dos fuegos camina Francisco y quizá lo haga permanentemente. Pero, tal vez como el poverello de Assisi, su legado trascienda las llamaradas que lo asechan. Y quizá lo haga, como aquel, menos preocupado por jerarquías y doctrinas, tan solo caminando, sencillo, entre la gente. La historia juzgará, pero que no quepa duda de que su caminar ya está haciendo historia.