(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Juan Carlos Chávez

Una vez más Estados Unidos despertó con una noticia terrible en su propio territorio: la muerte de 59 personas a manos de un individuo que disparó contra una multitud en un concierto de música en Las Vegas.

El atacante, Stephen Paddock, de 64 años, perpetró la peor matanza de la historia moderna del país desde la habitación de un hotel. Cuando la policía ubicó el origen de los disparos y allanó el lugar en cuestión de minutos, Paddok se había suicidado de un tiro en la cabeza con una de las más de 23 armas que llevaba consigo.

Muchos dirán que no es el momento adecuado ni pertinente para hablar sobre la necesidad de limitar el uso de armas o acaso estandarizar su comercio en todo el territorio nacional. Quizá también se escuche decir que no hay espacio para la politización de un ataque que, además del espantoso saldo que cobró, dejó más de 500 heridos.

Pero independientemente de las voces que se escuchen y las posiciones que asuman aquellos que están al frente del gobierno, lo cierto es que hay una verdad que nadie, en su sano juicio, puede ocultar. Y es que en los recientes diez años los tiroteos masivos más despiadados y sangrientos en Estados Unidos se registraron ante la pasividad de políticos y autoridades que no han sido capaces (o no han querido) poner un freno definitivo al problema.

El estado de Nevada es un buen ejemplo para graficar el asunto. Allí no existen restricciones para la compra de armas y rifles de asalto. Es más: es un derecho adquirido y respaldado en su Constitución. Tampoco se necesita un permiso especial para adquirirlas y, menos aun, un límite en el número de armas que uno puede tener en su casa.

Las libertades extremas en la compra-venta de armamento en la mayoría de estados del país han cobrado la vida de niños, esposos, madres de familia, policías, maestros, ancianos. No hay un común denominador. La lista es amplia y diversa. Es una cultura de la violencia que arrastra a gente de todas las edades y credos. ¿Hasta cuándo?

Nadie, ciertamente, tiene la respuesta. La tendríamos, quizá, si el quehacer político en Washington estuviese ajeno a las influencias y al peso de sectores que inclinan la balanza para satisfacer sus propios apetitos, como la Asociación Nacional del Rifle (NRA).

Esta entidad es el pulmón que representa a los fabricantes de armas de fuego en Estados Unidos. Su voz y sus aportes financieros en campañas electorales inundan el mapa político y ajustan las clavijas de la agenda en el Congreso y el Senado estadounidense.

Es un hecho que me queda absolutamente claro (sobre el ejercicio del poder), aunque muchos lo negarán con el argumento de que vivimos en un país donde las leyes sí se cumplen y que las garantías constitucionales están precisamente para hacer a un lado, o espantar, los intereses de quienes no apoyan el bienestar público.

En medio de la cultura de violencia que atraviesa el país, todas esas ideas se desvanecen. De lo contrario, no tendríamos un promedio de 93 muertes al día en Estados Unidos por armas de fuego, según estadísticas e informes actualizados de la organización no gubernamental Brady Campaign, radicada en Washington.

Es hora de seguir el ejemplo y la determinación de otros países, como Australia, para acabar, o al menos disminuir considerablemente, los tiroteos masivos y los ataques contra inocentes.

Australia lo hizo cuando un sujeto disparó y mató a 35 personas en un hotel de playa, hace 21 años. Después de las medidas de emergencia del gobierno australiano, como prohibir la venta de rifles de asalto e instrumentar un programa para la devolución de armas que estaban ya prohibidas, las estadísticas favorecieron un clima de mayor confianza y seguridad interna, de acuerdo con un estudio de la Universidad Nacional de Australia y un análisis de impacto realizado por la Universidad Wilfrid Laurier, radicada en Ontario (Canadá).

Estados Unidos tendría que hacer algo parecido en nombre de la seguridad ciudadana y el orden público. El reloj está en su contra y la lista de víctimas, en aumento.