El ex secretario general de la ONU Javier Pérez de Cuéllar falleció este 4 de marzo. Hacía poco más de un mes había cumplido 100 años. (Foto: Andina).
El ex secretario general de la ONU Javier Pérez de Cuéllar falleció este 4 de marzo. Hacía poco más de un mes había cumplido 100 años. (Foto: Andina).
Harold Forsyth

Se ha escrito mucho sobre las extraordinarias condiciones de para el ejercicio de la función diplomática. Y es que, en justicia, el ilustre compatriota que acabamos de perder fue, en su tema, uno de los más grandes del siglo XX.

Poco hay que agregar sobre sus logros aunque cabría recalcar la calidad de su estilo y su manejo exquisito de las formas en el difícil arte de la negociación diplomática. Y es que, en diplomacia, la forma y el fondo son las dos caras de la misma moneda y se trata de un arte en el que la persuasión y la validez de la palabra, aun en las más difíciles circunstancias, son el último recurso para mantener el diálogo.

Cabe ocuparnos, entonces, del lado estrictamente político de Pérez de Cuéllar, el que desarrolló en nuestro país al concluir su gestión como secretario general de la Organización de las Naciones Unidas y que puede dividirse en dos etapas. La primera, en su candidatura a la Presidencia de la República en 1995 y la segunda, cuando asumió la Presidencia del Consejo de Ministros y la cancillería en la breve pero extraordinaria gestión de ese gran hombre que fue el presidente .

En 1994 nuestro país había registrado un claro avance en la lucha contra el terrorismo y en la estabilización macroeconómica. Innegablemente, se había recuperado la gobernabilidad y buena parte del pueblo peruano veía el futuro con fe. Sin embargo, producido el autogolpe de 5 de abril de 1992, la democracia había quedado hecha añicos y empezaba a desarrollarse una relación tóxica entre gobernantes y gobernados.

Las violaciones a los derechos humanos, la institucionalización de la mentira como un instrumento de la política, el resquebrajamiento de las instituciones, los cimientos de una corrupción generalizada y la celebración acrítica del modelo liberal habían creado un contexto de precariedad que exigía un cambio y las elecciones que debían realizarse en 1995 eran la oportunidad precisa para esto.

Pérez de Cuéllar venía de ser secretario general de la ONU y exhibía en el ejercicio de tan alto cargo, lo que lo ubicaba en la condición de ser el peruano más indicado para llevar adelante una candidatura presidencial exitosa y enderezar el país ante el despeñadero que se avecinaba.

Esa titánica tarea debió librarse, sin embargo, en un campo minado y en condiciones muy adversas. Con muy escasos recursos económicos y buena parte de la prensa en su contra, el ilustre peruano dio una batalla heroica contra enemigos implacables entre los que se encontraban, además del Gobierno, los altos mandos de las Fuerzas Armadas y los poderes fácticos, ansiosos de que se mantuviera el status quo sin importar el grave daño estructural que sufría el sistema democrático.

Me tocó vivir el desarrollo de esa campaña y conocer muy de cerca a nuestro compatriota recorriendo a su lado gran parte del Perú y ser testigo de una lucha desigual en la que su mensaje no pudo llegar al corazón del pueblo por las malas artes a las que nos referimos y la poca visión de muchos. Lo penoso es que el Perú pagó un precio muy alto porque no estuvimos a la altura de la demanda de la historia.

La segunda mitad de la década de los 90, a pesar de la apertura de algunos pequeños espacios democráticos, padeció el producto de la farra fiscal de las elecciones de 1995 y, esta vez con toda impudicia, las prácticas antidemocráticas, que alcanzaron su máxima expresión en el 2000 con las consecuencias catastróficas vigentes en nuestro recuerdo.

Por fortuna primó la razón, y Valentín Paniagua asumió la Presidencia de la República, con lo que se recuperó la decencia en el ejercicio del poder y los espacios democráticos que por largo tiempo nos habían sido esquivos.

Javier Pérez de Cuéllar tuvo, entonces, la oportunidad de traducir de modo directo a su propio país su sólida experiencia mundial al asumir los cargos de presidente del Consejo de Ministros y ministro de Relaciones Exteriores.

En el 2001, publiqué “Conversaciones con Javier Pérez de Cuéllar–Testimonio de un Peruano Universal”, libro del que pronto aparecerá una nueva edición. Allí, en el prólogo del que fue autor, el presidente Paniagua nos releva de mayores comentarios cuando dice:

“Cinco años después de habérsele escamoteado la Presidencia, el Perú –que vivía una de las horas de mayor adversidad de su historia– volvió sus ojos a él como parte de esa reserva moral en la que aún podía confiar para retomar el cauce de su verdadero destino. […] El Perú se había reconciliado consigo mismo y con Pérez de Cuéllar. Sabía que poníamos su suerte en manos del más ilustre diplomático americano de todos los tiempos y en un peruano cabal de limpia y brillantísima ejecutoria personal. El libro relata, con absoluta verdad, cómo aceptó ese encargo sin inquirir, siquiera, por la responsabilidad o la posición para la que le solicitábamos su concurso. Le bastaba saber que el Perú necesitaba de su insustituible cooperación. Su aceptación inmediata, incondicionada, resuelta, retrata, de cuerpo entero, al hombre extraordinario que es: un patriota que ama profundamente al Perú y al que está dispuesto a servir siempre con absoluto desinterés y con devota entrega”.