Pizarro, el próvido fundador de Lima, por Héctor López Martínez
Pizarro, el próvido fundador de Lima, por Héctor López Martínez
Redacción EC

Hace 480 años, cuando y parte de su hueste realizaron la solemne ceremonia para fundar la Ciudad de los Reyes, la hazañosa espada del capitán de Trujillo de Extremadura estaba trazando también, simbólicamente, al igual que en la isla del Gallo, una nueva línea divisoria, esta vez en su propia andadura. Desde ese momento, el conquistador se transformaba definitivamente no solo en fundador, sino además el guerrero en gobernante. A Pizarro, en adelante, solo le interesaría construir una ciudad que fuera digna capital de la Nueva Castilla, su opulenta y vasta gobernación. Para él, había llegado la hora del sosiego.

Al respecto, el cronista Agustín de Zárate dice: Pizarro “hizo unas muy buenas casas en la Ciudad de los Reyes y en el río della [sic] dejó dos paradas de molinos, en cuyo edificio empleaba todos los ratos que tenía desocupados, dando industria a los maestros que los hacían [...]. Puso gran diligencia en hacer la iglesia mayor de la Ciudad de los Reyes y los monasterios de Santo Domingo y La Merced, dándoles indios para su sustentación y para reparo de los edificios”.

Así, la ciudad trazada a cordel como un damero y dividida en solares comenzó a crecer. Su Plaza Mayor, grande, vacía y polvorienta, fue el punto de reunión para los vecinos, estantes y moradores de la naciente villa. Allí acudían con armas y caballos los vecinos si había algún peligro; también era recorrida por las procesiones religiosas. En ella se instaló el mercado y hasta hubo, en horas de regocijo, lances taurinos.

El destructor de un imperio se volvió, por designio de la Providencia, en el artífice de una ciudad llamada a convertirse, durante más de dos siglos, en la más importante de América del Sur y cuya historia siempre estuvo rodeada de admiración, no pocas veces teñida de leyenda, aunque también desde horas tempranas tuvo sañudos detractores. A esta tarea constructora Pizarro dedicó por entero los pocos años de vida que le restaban antes de su trágica muerte el 26 de junio de 1541.

Hombre rudo y cruel, “iletrado prudente”, codicioso de oro y de honra, empecinado, religioso y audaz, Pizarro reunió en su persona las luces y las sombras que eran propias del carácter de los ganadores del Nuevo Mundo. Injusto y antihistórico sería cargar las tintas sobre sus defectos o errores y no reconocer sus virtudes y aciertos. Actuar a la inversa, resultaría igualmente absurdo.

Pizarro amó profundamente a Lima y en su testamento insiste, premonitoriamente, que sus restos, sean cuales fueren las circunstancias de su muerte, debían reposar en esta capital. Hernán Cortés, el único capitán que puede emularlo en la conquista de Hispanoamérica, no mostró mayor apego por la Ciudad de México, fundada sobre la inmensa Tenochtitlán. En el codicilo que dicta ya agonizante, dispone que sus albaceas elijan el lugar donde debía ser sepultado. Pizarro muere en Lima, con la espada en la mano, luchando contra los almagristas. Cortés fallece en Castilleja de la Cuesta, cerca de Sevilla, víctima de la disentería. A Pizarro lo debemos recordar objetivamente, reconociendo sus calidades de forjador de un país nuevo y mestizo: el Perú, heredero espiritual y material de dos patrimonios imperiales.