“Es casi como pensar en un Gobierno camaleónico cuyo objetivo es lograr la destrucción del Estado de derecho”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
“Es casi como pensar en un Gobierno camaleónico cuyo objetivo es lograr la destrucción del Estado de derecho”. (Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
/ Víctor Aguilar Rúa
Alfredo Thorne

Tras casi seis meses de Gobierno, muchos nos preguntamos, ¿qué representa la gestión de ? Durante la campaña y acompañando al partido de , se presentaba como un intento de gobierno de extrema izquierda, pero abiertamente machista y homofóbico. Ellos mismos se autodenominaron marxistas-leninistas, seguidores de modelos como el de Cuba, de Fidel Castro; el de Venezuela, de Hugo Chávez; y el de Bolivia, de Evo Morales; y buscaban seguir sus postulados, paso a paso, empezando por el cambio constitucional. No queda claro si fue por una postura táctica con la intención de minimizar su rechazo popular, pero el propio Castillo deslindó de esas posturas al llegar al Gobierno y, recientemente, Cerrón ha indicado en Twitter que Castillo no va a implementar el gobierno de izquierda que Perú Libre postulaba en su ideario.

Como analistas, a veces, buscamos interpretar a los políticos con base en sus propios discursos y no en sus decisiones. Si seguimos a Castillo de esta última forma, podríamos definirlo como el primer presidente de la informalidad. Las señales las ofrece cada semana. Podríamos empezar con el escándalo producido por su hoy exministro de Educación , en torno de la prueba magisterial y su intento por acabar con la meritocracia y la reforma educativa. En esa línea, también está su interés por copar puestos públicos con profesionales que no califican y desmerecen los cargos. Podríamos también mencionar el intento de su ministro de Transporte de extender los permisos a los transportistas informales y abortar la modernización que auspicia la Autoridad de Transporte Urbano (ATU) y, más relevante aún, su intento . Su enfrentamiento con la minería formal podría parecer solo un vano intento por obtener más impuestos, pero, finalmente, favorece a la minería informal, que se ve beneficiada con estos conflictos.

En este contexto, nos deberíamos preguntar: ¿qué significa ser un presidente de la informalidad? Lo más cerca que llegamos a aquello fue con el Congreso del 2020, que se esmeró en pasar leyes que solo significaban un retroceso en las reformas económicas y políticas que tanto trabajo habían tomado en institucionalizarse. La preocupación es que, al parecer, existe hoy una suerte de alianza entre los dos extremos, de izquierda y derecha, para apoyar la informalidad.

En contraposición a la modernidad, la informalidad representa ese mundo en el que las leyes no existen. Como dice la frase atribuida al general Óscar R. Benavides: “Para mis amigos, todo; para mis enemigos, la ley”. En este mundo, los trabajadores no tienen ningún tipo de protección social y cada cual debe buscar su propia protección para los riesgos de salud y vejez; en donde la competencia no tiene reglas y progresa no el más astuto, sino el más mercantilista. Los derechos fundamentales individuales consagrados en nuestra Constitución tampoco se respetan y cada cual se defiende como puede –como en la selva–. Descrito de esta forma, pareciera hasta un escenario más riesgoso que la radicalización de izquierda: es como retroceder en la historia hacia la anarquía.

Esta regresión histórica, debemos decirlo, no es algo que solo nos suceda a nosotros. Los grandes pensadores se han preguntado qué hace que las sociedades converjan hacia la modernidad y eviten la anarquía. A mediados del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo se hacía la misma pregunta y se contestaba que solo conocía una sociedad que había logrado transcurrir a la modernidad: Roma. Según él, esa convergencia se debía a unas pocas, pero muy sólidas instituciones que, como las leyes de la física, catapultan a las sociedades hacia la modernidad.

Sin seguir al pie de la letra a Maquiavelo, y siendo exhaustivos, podemos decir que son, por lo menos, cinco instituciones las que sostienen una sociedad. Primero, el imperio de la ley. El hecho de que todos somos iguales ante la ley es santificado en la Constitución: son las reglas básicas de convivencia. Segundo, nuestras Fuerzas Armadas y la policía. Estas entidades aseguran el cumplimiento de la ley, nos defienden de los distintos riesgos externos y sirven para unirnos. Tercero, la educación. En un país con nuestras diferencias étnicas y sociales, la educación nos asegura una unidad y, a la vez, se convierte en el instrumento más importante para reducir nuestras diferencias sociales. La siguiente es la política económica que asegura el aumento de bienestar y compensa las desigualdades. Finalmente, está la tolerancia. Esto debido a que el respeto a los derechos civiles, al individuo y a la libertad de creencias y opciones individuales es la base de una sociedad democrática.

Cuando se describe a la modernidad de esta manera y se contrasta con los escándalos recientes durante el gobierno del presidente Castillo en sus primeros meses, no queda sino sorprenderse de la coincidencia; es casi como pensar en un Gobierno camaleónico cuyo objetivo es lograr la destrucción del Estado de derecho. Me sorprendería que no sepamos defender estas instituciones que nos van a garantizar el regreso a la modernidad y el afianzamiento de la democracia. Por el momento, podemos decir que somos una sociedad que vive un poco en los dos mundos, el moderno y el informal, y que no ha logrado trazar definitivamente su rumbo.