“Admitamos que una inmensa mayoría de jóvenes terminó el 2020 sorteando deficiencias de distinto tipo –no solo en el colegio– y que, como la vida sigue, están empezando su etapa adulta con desventaja”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
“Admitamos que una inmensa mayoría de jóvenes terminó el 2020 sorteando deficiencias de distinto tipo –no solo en el colegio– y que, como la vida sigue, están empezando su etapa adulta con desventaja”. (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Carlos Garatea Grau

De la lista de temas urgentes, la crisis sanitaria ha puesto en primera línea, junto con la salud, el de asegurar la calidad de la educación escolar. Parece un lugar común si se ve fuera de contexto, pero dentro de este resulta un punto ciego: se reconoce su importancia, hay consenso sobre su trascendencia, nadie duda en advertir los riesgos, pero falta claridad en torno a qué se necesita para atravesar el difícil momento que vivimos y los efectos de la crisis en la población adolescente.

Las recientes idas y vueltas no son casuales. Los COAR pueden ser una buena idea y obtener buenos resultados, pero queda claro que no alcanzan a la mayoría de escolares del país. Los 25 COAR cuentan con 7.000 estudiantes en total. Se puede debatir o discutir sobre si generan algún tipo de discriminación. Bienvenido sea el debate, pero ahora toca mirar más allá.

Consideremos que son cerca de 500.000 jóvenes los que han cursado el 5° de secundaria en el 2020 y que otro tanto lo hará este 2021. De manera que cerca de un millón de muchachas y muchachos terminará su vida escolar en medio de una de las peores crisis para el país, al menos desde la independencia. Ese millón de estudiantes pasará a incorporarse al mundo laboral y un buen número de ellos intentará continuar su formación en alguna universidad o instituto. Si antes del ya había serios cuestionamientos sobre el nivel de preparación con el que nuestros alumnos salían del colegio, ¿qué esperar de los jóvenes que cumplen sus últimos años de escolaridad en terribles y desiguales condiciones, y en medio de una incertidumbre que afecta la salud mental?

Hay quienes prefieren mirar hacia otro lado ante los problemas de los demás. Olvidan que en nuestros escolares de 5° y 4° de secundaria recaerá en unos años más la tarea de atender los efectos de una crisis que estamos siendo incapaces de resolver.

No ignoro ni dejo de valorar los esfuerzos de las personas responsables del sector educación para cruzar la tormenta que empezó en marzo pasado, pero tampoco podemos pasar por alto que los problemas nos desbordan. Y es inevitable, porque se trata de un campo desatendido desde hace mucho y en el que el bien común y la mirada de largo plazo no han sido siempre los criterios principales para tomar decisiones. Es el peso de nuestra historia, de la improvisación y de una secular desigualdad.

Aquí hay un problema de fondo que todavía no recibe la atención que merece, ni se asoma en la discusión sobre el país que queremos construir luego de las elecciones de abril. Sin duda, contamos con colegios públicos y privados de excelente calidad, y muchos han respondido con éxito al desafío que impuso el confinamiento. Admitamos, sin embargo, que una inmensa mayoría de jóvenes terminó el 2020 sorteando deficiencias de distinto tipo –no solo en el colegio– y que, como la vida sigue, están empezando su etapa adulta con desventaja. Admitamos, por cierto, la urgencia de aprender a enseñar a distancia, y dejemos de lado la falsa creencia de que solo se trata de mudarse a alguna plataforma digital. Admitamos, también, que debemos valorar más el trabajo de las profesoras y los profesores. Seamos conscientes, asimismo, de que en el Perú existen profundas brechas en la formación escolar y en el acceso a Internet, y trabajemos para superarlas. No ocultemos, por último, que millones de adolescentes han cambiado su idea del futuro: el mundo que los espera cuando terminen el colegio no se parece al que anticipaban meses atrás. Para atender estos asuntos hace falta más que una vacuna.

La educación del futuro no se reduce a más plataformas, sino a formar personas y buenos ciudadanos. El reto es llegar hasta donde no hemos llegado aún y llenar ese punto ciego colocando a la juventud, y a las profesoras y profesores en el centro de nuestras preocupaciones sobre el futuro del país.