El informe contiene testimonios de los venezolanos que han venido al Perú. (Diseño: El Comercio)
El informe contiene testimonios de los venezolanos que han venido al Perú. (Diseño: El Comercio)
Feline Freier

No es fácil migrar. Al entrevistar a inmigrantes venezolanos en Tumbes el mes pasado, conocí a muchos individuos, parejas y familias que, huyendo del hambre en Venezuela, lo dejaron todo atrás: sus bienes, sus casas, sus padres, sus hijos. Entrevisté a hombres y mujeres con mejillas hundidas que habían perdido entre 15 y 20 kilos en los últimos meses. Al contarme sus historias, muchos empezaron a llorar por el dolor y el agotamiento. Otros no quisieron hablar. “Es que eso duele demasiado”, me explicaron.

Ayer, 20 de junio, se celebró el Día Mundial del Refugiado. Un día para conmemorar la fuerza, el valor y la perseverancia de los refugiados y los desplazados forzosos. De acuerdo con la Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados (1951), un refugiado es una persona que “debido a un miedo fundado de ser perseguido por razones de raza, religión, nacionalidad, membresía de un grupo social o de opinión política en particular, se encuentra fuera de su país de nacimiento y es incapaz, o, debido a tal miedo, no está dispuesto a servirse de la protección de aquel país”. Los países que han ratificado la Convención de Ginebra tienen el deber de brindar protección a los refugiados. Ese mismo deber no existe frente a los migrantes económicos o voluntarios.

Los tratados y convenciones para proteger a los refugiados –como la Convención de Ginebra– se establecieron tras la Segunda Guerra Mundial a fin de proteger a las personas que escapan de la persecución por sus propios gobiernos. Sin embargo, la naturaleza del desplazamiento transfronterizo se ha transformado dramáticamente desde entonces. Amenazas como el cambio climático, la inseguridad alimentaria y la violencia generalizada obligan a un número masivo de personas a huir de estados que no pueden o no quieren garantizar sus derechos básicos, como es el caso de Venezuela. En el mundo, las víctimas de estas circunstancias generalmente no son reconocidas como refugiadas, lo que impide que se garantice su protección de manera incondicional.

Así, en la mayoría de los casos de los migrantes venezolanos, la definición de refugiado de Ginebra no aplica. Sin embargo, en casi todas las legislaciones de América Latina –la peruana incluida– se ha incorporado la definición regional de Cartagena (1984) que extiende el derecho a la protección para las víctimas de violencia generalizada, agresión extranjera, conflictos internos, la violación masiva de derechos humanos u otras situaciones que hayan perturbado gravemente el orden público. Según esa definición, los venezolanos deberían ser reconocidos como refugiados. Sin embargo, México es el único país de la región que la aplica.

Más allá de la cuestión de si los venezolanos cumplen los criterios de la definición de refugiado de Cartagena, está claro que el éxodo venezolano no es una “migración económica voluntaria” y más bien constituye lo que Alexander Betts, politógolo de la Universidad de Oxford, llamaría la “migración de supervivencia”: el desplazamiento de personas fuera de su país de origen debido a una amenaza existencial para la cual no tienen acceso a una solución en su país.

La crisis humanitaria en Venezuela está más allá de la comprensión y los datos disponibles apenas reflejan la creciente miseria del pueblo venezolano. El tipo de cambio oficial anteayer a las 8 a.m. fue de 79.890 bolívares venezolanos por un dólar estadounidense. Pero el acceso oficial al dólar está severamente restringido. Los precios al consumidor en Venezuela aumentaron un 13.379% interanual en abril del 2018. A la misma hora, en el mercado negro, un dólar costaba 2’580.623 bolívares, un alza desde aproximadamente 200.000 a mediados de enero. A menudo no hay alimentos y medicamentos y la corrupción vuelve a muchos burócratas y policías enemigos del pueblo. El salario mínimo a principio de mayo era alrededor de 2,5 millones de bolívares, pero 1 kilo de carne costaba 1,5 millones. Para los ciudadanos que no tienen acceso a dólares mediante remesas, es casi imposible sobrevivir.

Según “El País”, a fines del 2017, el 87% de la población en Venezuela vivía en la pobreza, y la inseguridad alimentaria afectaba a un asombroso 80%. Según Reuters, en febrero de este año los venezolanos habían perdido un promedio de 11 kilos de peso corporal y Cáritas informó en diciembre del año pasado que seis niños murieron de hambre cada semana solamente en Caracas. La fórmula infantil es escasa e inaccesible para la mayoría, lo que pone a algunos recién nacidos en riesgo de morir de inanición.

Tratando de esconder sus lágrimas, un señor de 68 años me contó de sus nietos y me dijo que decidió migrar porque su yerno sufrió un ataque cardíaco y sus nietos no comían: “Son niños inteligentes. Y no lo digo porque son mis nietos. Pero ningún niño malnutrido se desarrolla bien… No hemos comido más que arroz natural, dos veces al día, durante meses. Primero fue arroz con mantequilla, pero ya no podíamos pagar la mantequilla”, cuando fue interrumpido por una mujer de mediana edad que exclamó: “¡Arroz es un lujo! No hemos comido nada más que almidón de maíz mezclado con agua”.

Con razón nos indignamos por la nueva política de Estados Unidos de separar a familias que cruzan la frontera de manera ilegal. El Día Mundial del Refugiado también debe llevarnos a pensar en los muchos venezolanos que están dejando atrás a sus hijos, sin saber cuándo o si volverán a verlos.

Migrar, he escuchado, es como morir para renacer en otro lugar. Hagamos todo lo posible para asegurarnos que ese renacer en el Perú sea bajo circunstancias más dignas de las que dejaron en Venezuela, bajo circunstancias dignas de su sacrificio.