En el reino de la muerte, por Carmen McEvoy
En el reino de la muerte, por Carmen McEvoy
Carmen McEvoy

Como muchos peruanos –testigos y víctimas del mayor baño de sangre de la historia republicana–, guardo imágenes y recuerdos del senderismo. Historias de horror, como el asesinato a pedradas de Barbara D’Achille, cuyos artículos seguía cada semana en El Comercio. Nacida en Letonia, desde donde emigró con su familia a Argentina, Bárbara llegó muy joven al Perú. Fue aquí donde se fascinó con los Andes, también con los caimanes negros, los guacamayos multicolores, los monos, las tortugas charapas y las hormigas gigantes que pueblan nuestra Amazonía. En una década regida por la brutalización de las relaciones sociales, el trabajo pionero de D’Achille ayudó a crear conciencia ecológica en torno a la naturaleza y sus criaturas.

No hay que olvidar que además de sus múltiples crímenes, el senderismo asesinó a dos millones de animales en los departamentos de Junín, Ayacucho y Huancavelica. En la SAIS Cahuide, miles de vacas fueron quemadas vivas en una hecatombe sin precedentes, en términos de crueldad. Mientras en las ciudades de Lima y el interior del país aparecían perros muertos colgados en los postes, los periódicos nos tenían acostumbrados a las fotos de los tristemente célebres burros-bomba. 

Siempre me he preguntado qué lleva a los seres humanos a creerse dueños del bien más preciado que existe sobre la tierra. A sacrificar al dios de la muerte las vidas de hombres, mujeres y niños inocentes, quemando aldeas, ejecutando autoridades, derribando torres y masacrando animales indefensos. Mi desprecio por Abimael Guzmán va paralelo a la rabia que me causa recordar que miembros del Ejército Peruano entraron en su danza macabra. En la réplica al horror senderista no faltaron los asesinatos a mansalva, las violaciones de mujeres y hasta un horno crematorio ubicado en el sótano del Servicio de Inteligencia del Ejército. Sendero Luminoso no solo definió la “guerra milenaria” sino que modeló la cultura de muerte ante la cual sucumbió el Perú.

Luego de una larga década de terrorismo y destrucción llegó la posguerra y a casi nadie le interesó lidiar con las huellas que la violencia imprimió en las mentes y corazones de miles de peruanos. En un mundo de vencedores y vencidos, los familiares de las víctimas o los hijos y viudas de los victimarios procesaron su pena abandonados a su suerte. La idea prevaleciente era que “la paz de los sepulcros” y el desarrollo económico cumplirían la misión sanadora que le correspondía al Estado, luego de su victoria militar. A pesar de que la eficacia del senderismo radicó en su ideología e incluso en su estética –basta recordar los murales en San Marcos o los desfiles marciales en los penales–, la representación política peruana no quiso o no pudo construir una narrativa defensora de la democracia, la paz y la vida. 

En busca de las claves que me permitieran entender los orígenes de nuestras carencias escribí un libro, “La utopía republicana”, publicado en 1997, que fue un intento de hurgar en una tradición intelectual alternativa. Expresada a través de conceptos aún vigentes, el republicanismo peruano hunde sus raíces en los albores de la independencia. Desde la patria científica, imaginada por el sabio Hipólito Unanue, hasta la república militarizada del Mariscal Nieto, el Perú fue imaginado de manera consistente por sus padres fundadores. En un mundo donde la lectura de los clásicos era fuente de inspiración, el funeral republicano fue un ritual que ayudaba a transmutar el cuerpo del muerto ilustre con el cuerpo nación. Ello fortalecía –opinaban los republicanos– un imaginario comunitario que, aunque anclado en el pasado, exhibía un proyecto político además del anhelo por un destino compartido.

El descubrimiento del “mausoleo” construido para cobijar los restos de combatientes senderistas nos recuerda que todavía existe una ideología, una estética y un ritual, que convoca adherentes. Al igual que en el pasado, esta vez el brazo político de Sendero –el Movadef– define la discusión centrándola en el reino de la muerte. Petardear el mausoleo, sacar a los muertos y tirarlos sabe Dios dónde es la respuesta airada de quienes deberían preguntarse por qué, luego de tantos años de la derrota militar, la narrativa senderista aún despierta profundas emociones. Tantas y tan fuertes que incluso es capaz de liberar a los monstruos que muy quietos yacen detrás de cifras económicas a la alza. 

“Somos los iniciadores”, afirmó Abimael Guzmán en uno de los discursos que preludió al reinado del horror. Pienso que ha llegado el momento de revertir la tendencia e iniciar un proyecto de vida en común. Porque creo en los efectos positivos de la educación, la cultura y la belleza, me permito apelar a la imagen de la quina sanadora que decora nuestro escudo patrio. Y, también, a las palabras de Barbara D’Achille para quien el árbol, con su raíz profunda y sus ramas coposas, constituye la expresión más elaborada de la vida; una vida que ella, como miles de héroes anónimos que esperan nuestro reconocimiento, defendieron hasta el final.