(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Natalia Majluf

Primero, el Perú es uno de los países con menor gasto per cápita en cultura en la región. Invierte apenas US$0,75 por persona al año frente a US$11,3 en México, US$3,7 en Argentina y US$2,55 en Colombia.

Segundo, el presupuesto actual del Ministerio de Cultura no alcanza el 0,35% del PBI. Y en términos relativos, esa asignación presupuestal ha venido cayendo en los últimos años.

Tercero, salvo por un muy pequeño fondo para el cine, no existen otros fondos concursables de apoyo a la conservación, investigación y creación contemporánea en el país.

Podríamos seguir con indicadores que señalen lo poco que se invierte –en términos absolutos y relativos– en cultura. El resultado de este descuido ya casi bicentenario está a la vista: una clara negligencia que tiene efectos directos en el atraso general del sector, en las limitaciones al acceso a productos culturales y en la irreparable destrucción del patrimonio.

Ante esta perspectiva, el actual Gobierno prometió elevar el presupuesto del sector Cultura al 1% del PBI. Hasta donde tengo noticia, nadie discutió esa meta, que fue recibida con aplausos por todos los sectores.

Resulta desconcertante, entonces, que cuando el Gobierno da un primer paso para elevar el presupuesto del sector a través de la Ley de la Cinematografía y el Audiovisual Peruano, salten las protestas en editoriales y columnas de opinión. La ley no solo aumenta el fondo de estímulo al cine sino también crea apoyos para la promoción y conservación de archivos fílmicos y audiovisuales. Busca también promover, entre otros, las artes visuales y escénicas.

Lo lógico sería que el mecanismo de los fondos concursables se extienda incluso más. Y que pueda abarcar proyectos de investigación, conservación y promoción del patrimonio material e inmaterial.

Los argumentos que ahora se esgrimen en contra de la ley del cine repiten viejos mantras: que la cultura es un lujo, que hay otras prioridades, que somos un país pobre y que solo en algún futuro siempre diferido nos mereceremos una mejor calidad de vida. Nunca he escuchado argumentos similares para limitar el gasto en ningún otro sector.

¿Por qué se esgrimen en contra de la inversión en cultura? Pues porque se considera que la cultura es prescindible y secundaria, que nada aporta al desarrollo del país. El solo hecho de tener que explicar que no es así, que las cifras claramente señalan el campo cultural como un sector productivo que trae enormes beneficios y que tiene un impacto gravitante en diversas esferas como el turismo, la educación y la seguridad demuestra que algo anda profundamente mal.

Otros han argumentado que otorgar subsidios y ayudas a la creación es una práctica perniciosa que quiebra las sagradas leyes del mercado. De más está decir que con esa lógica tendríamos que cerrar el Concytec mañana mismo.

Más bien, los críticos deberían sustentar las razones por las cuales el Perú tendría que ser la excepción a una fórmula de financiamiento que se aplica en todo el mundo. Incluso Estados Unidos, el país que lidera la defensa de la economía de mercado, mantiene fondos nacionales de apoyo a las artes y las humanidades, así como una extensa red de fundaciones privadas (financiadas con recursos del Estado a través de incentivos tributarios). Y su potente industria cinematográfica se desarrolla sobre la base de subsidios otorgados a través de exoneraciones tributarias.

Es evidente que la actividad cultural no está al margen de la vida económica. Pero tendría que ser igual de claro que el campo cultural debe ser un espacio de excepción. ¿Cómo serían acaso nuestras vidas si absolutamente todo se dejara al mercado? Probablemente nuestro mundo se parecería cada vez más a un inmenso centro comercial. Los fondos concursables son una herramienta clave para asegurar espacios libres de creación e investigación, una forma de riqueza que ciertamente nos merecemos.

Hay mucho más en juego en este debate de lo que podríamos pensar. Quizás el futuro mismo del Ministerio de Cultura dependa de nuestra capacidad de superar esos viejos prejuicios que, al parecer, todavía nos atan al pasado, a la idea de un país sin posibilidades concretas de poder ofrecer a sus ciudadanos una vida mejor.