(Ilustración: Víctor Sanjinez).
(Ilustración: Víctor Sanjinez).
Raúl Castro

Ganar una Copa del Mundo de fútbol es una visión que obsesiona a los más cuajados y competitivos grupos humanos del planeta. Es un objetivo que mueve a los países por encima de sus diferencias étnicas, regionales, generacionales o de ideología. Es una meta que apasiona, en tanto es capaz de unir a la ciudadanía de todos los sectores en una empresa común, cuyo fin es demostrar que se goza de un desarrollo intrínseco, o sea de un ‘soft power’ diferencial en el concierto de las naciones.

El desafío no tiene por qué ser distinto en el Perú. En un barrido emocional dado a conocer por GFK: “El ánimo post victoria frente a Ecuador”, se afirma que este triunfo ha detonado un salto en el optimismo de la ciudadanía, al registrar un crecimiento del 38% al 84% entre aquellos que creen que sí lograremos clasificar a Rusia 2018. Más aun, ha posicionado a Ricardo Gareca –nuestro director técnico– como el actor social con mayor aceptación en el ámbito nacional, al darle un histórico 96% de respaldo ciudadano, más del doble de lo que consigue ahora mismo el político mejor calificado. La fe ha vuelto. Sí se puede.

¿Puede esta euforia servirnos para concretar una cohesión social de la cual ahora mismo carecemos, y darnos una perspectiva común de largo plazo? ¿Es capaz de ser un catalizador para la crisis de confianza que drena hoy nuestras voluntades de apuesta y nuestras posibilidades de crecimiento? La historia reciente sostiene que es posible.

El caso más influyente es el de Nelson Mandela en Sudáfrica, el líder que usó el deporte como un mecanismo para lograr la reconciliación entre grupos sociales que parecían jamás sanar sus heridas. Mandela logró lo que nadie: crear un espíritu nacional en un país fracturado por la segregación multiétnica promoviendo los mundiales de rugby en 1995 y de fútbol en el 2010. Antes de ello, el Duce hizo lo propio en Italia con fines no tan altruistas: los éxitos de la Azzurra en los mundiales futbolísticos de 1934 y 1938 fueron presentados como prueba de la superioridad fascista sobre la democracia. Más cerca, Videla intentó sostener su dictadura en la Argentina de 1978 con la Copa del Mundo que Kempes, Bertoni y compañía alzaron en Buenos Aires, sin éxito.

Desde que Max Weber publicó uno de los clásicos de la sociología: “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, en 1905, se tiene certeza sobre la influencia de lo emocional en la generación de riqueza y el consenso político. Un reporte reciente de EY lo monetiza: la Premier League inglesa impacta contribuyendo con 2.400 millones de libras en impuestos, 100.000 puestos de trabajo y 3.400 millones de aporte al PBI británico.

El equipo de todos –el de Guerrero, ‘Orejas’ y compañía– es ya, hoy mismo, un cuerpo espiritual que nos está devolviendo lazos y pertenencia. Coincide con estudios recientes que correlacionan triunfos deportivos con espíritu comunitario y orgullo, e indicadores de progreso como PBI per cápita y desarrollo humano. Es retroalimentación positiva pura, con consecuencias directas en la productividad.

Rusia 2018 es por tanto un reto y una oportunidad. Una visión que aparejada con una adecuada construcción de relato nacional –sustentado en nuestra diversidad– está llamada a dar línea. Pues ha de ser, como propuso Mandela, el espacio ciudadano en el que los diversos grupos de interés consigan enhebrar un tejido social en común. Cuyo hilo fundamental sea la confianza, un intangible escaso cuya recuperación sería acaso el mayor triunfo. ¡Vamos, Perú!