"El martes recordamos el día internacional de la prevención del suicidio. Y fue inevitable evocar a estos genios que después de legarle grandes cosas a la humanidad huyeron de este mundo". (Pixabay)
"El martes recordamos el día internacional de la prevención del suicidio. Y fue inevitable evocar a estos genios que después de legarle grandes cosas a la humanidad huyeron de este mundo". (Pixabay)
María Pía Costa

“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio”.
Albert Camus


Nada más humano que el decidir vivir o morir. En “El mito de Sísifo”, Camus encara el problema del sinsentido del vivir, de la rutina y de cómo, frente al vacío existencial, el hombre se apega a la vida y a sus miserias solo porque el cuerpo retrocede ante el aniquilamiento. Por ello, asume y aprende a disfrutar de la vida (o del castigo que es vivirla) y crea el arte y las satisfacciones estéticas. El suicida no logra esta reconciliación; no escapa a la lógica del sinsentido de la vida.

Me pareció necesaria esta introducción para entender el suicidio no solo desde la patología. El ser humano se pregunta sobre su vida y sobre su muerte, preocupación que lo define como ser pensante. ¿Quién no ha imaginado en algún momento doloroso quitarse la vida? ¿Quién no ha soñado despierto con su funeral? ¿Quién está libre de haberle deseado a otro cargar con la culpa por la muerte de uno?

Pensar, sin embargo, en la propia muerte dista mucho de convertirnos en suicidas. El paso al acto transforma completamente la figura. La persona ha llegado a un punto en que la capacidad para soportar el dolor emocional ha sobrepasado sus recursos, y ya no espera alivio.

Como lo hace notar el psicoanalista Darío Arce, la figura del suicidio es muy diversa. Está aquel al que la vida se le hace un tormento diario, y la muerte es vista como un descanso a una angustia insoportable. Están también aquellos que, desde la soberbia o el terror, intentan vencer a la muerte, imponiéndole su propio guion, su cuándo y su cómo. Están los melancólicos que van en busca de otros muertos, sobre todo cuando son más significativos que los vivos. O aquellos a los que la llama de la vida se les ha apagado, y no encuentran manera de encenderla; han perdido el gusto por la vida y el amor por uno mismo. Están los vengativos contra un mundo que no les brindó lo que necesitaban, contra unos padres que no supieron serlo, contra un(a) amado (a) que los traicionó; estos desean demostrar a sus victimarios cómo han sido dañados por ellos. Están también aquellos para los que el suicidio resulta fascinante, una salida idealizada, a veces incluso culturalmente favorecida como lo fue para Mishima, quien fabricó con esmero la escena y el mensaje de su acto. O los fanáticos que terminan con su vida para destruir la de los enemigos.

Existen los actos suicidas desquiciados, productos de un momento de impulsividad irrefrenable, de un momento de locura (o de una historia de locura). Pero en general el suicidio se va cocinando de a pocos, a veces desde la infancia o la juventud, podríamos decir que casi se va diseñando el acto. Se instala la idea suicida que, a punto de ser reiterativa, cobra independencia de la personalidad y se cristalizará ante una frustración importante.

La motivación profunda no es, pues, un problema concreto como una pérdida amorosa, un fracaso profesional o una vergüenza pública, sino que detrás de ese hecho disparador hay toda una configuración psíquica que va a llevar al suicidio.

Desde el punto de vista del psicoanálisis, el suicida se toma a sí mismo como si fuese otro: ha incorporado en su mundo interno a la persona amada que lo ha frustrado, o al enemigo, o a quien desapareció por abandono o por muerte. Desde dentro, la maltrata hasta llegar a matarla, sin ser consciente de que se está matando a sí mismo. De esta manera, el suicida no está identificado con el que muere, sino con quien lo ha dañado. Una suerte de “muerte ajena en cabeza propia”.

En medio de la diversidad de los comportamientos suicidas, que no corresponden a una única entidad patológica, lo común es que resulta un recurso extremo ante los dolores más íntimos. Recurso que revela una desesperanza total en la que no se vislumbra solución y, menos aún, alguien que pueda ayudar a encontrarla.

En términos de prevención –y pienso en particular en la niñez y la adolescencia–, lo más importante es estar atentos a las señales de alarma, a los pedidos de ayuda y, en general, al sufrimiento extremo, la desesperanza y la soledad a la que algunas personas están expuestas. A veces una asistencia psicológica puede ayudar, pero es importante señalar que no siempre se puede impedir la voluntad de quien quiere abandonar la vida.