Shock y obras, por Alberto Vergara
Shock y obras, por Alberto Vergara
Redacción EC

El periodista preguntó cierta vez cómo sería un eventual gobierno de Alan García en el 2016. Si el de 1985 –reflexionaba el periodista de “”– reflejó al Apra de 1931 y en el del 2006 resonaron las mutaciones de 1956, ¿qué forma adoptaría uno en el 2016? El artículo que publicó el jueves pasado en este Diario brinda indicios para pensar tal pregunta. 

El texto gira alrededor de dos conceptos: shock y obras. La gente –nos informa García– ya no quiere oír abstracciones como “crecimiento” y “justicia social”, quiere cosas concretas (y de concreto). Las “decenas de miles de obras” que habrá de hacer el próximo gobierno crearán “mucho empleo y fortalecerán nuestro sistema democrático”. Javier Barreda, comentando la propuesta en diario “Exitosa”, confirma: “No hay vía más rápida para reencantar la democracia”. En pocas palabras, las obras traen empleo y democracia.

Dejo a los economistas la discusión sobre un esquema de creación de empleo por vía de la obra pública, pero ¿es el ‘obrismo’ el ideario requerido para fortalecer la democracia y apartar las distintas amenazas que planean sobre el Perú de hoy? 

En primer lugar, digamos lo evidente: de las obras a la democracia no hay ninguna conexión directa. Ellas pueden ser un instrumento liberal y democrático en manos de Franklin D. Roosevelt y manifestación de una modernización autoritaria en las de Deng Xiaoping. Y temo preguntarle a nuestro ex presidente cuál de las dos figuras le sea más cara. Por otro lado, entre nosotros el ‘obrismo’ puede que haya consolidado la popularidad de algún ex presidente y otro ex alcalde, pero a la democracia, con toda seguridad, no la ha consolidado.

En segundo lugar, el ‘obrismo’ y el ‘shockismo’ son, en realidad, las vías que nos han traído a este momento de confusión y malestar general, no los puentes para sacarnos de aquí. Es una pena que cuando la preocupación por los problemas más hondos del país y por las instituciones resurge en nuestra esfera pública, el ex presidente escriba: “cambiar las instituciones, crecer, mejorar la educación y la justicia, [...] son temas de mediano plazo”; la prioridad son “obras inmediatas”. Es decir, la propuesta surge fueteada por el espíritu de nuestra época política: la primacía de lo inmediato y el desdén por las instituciones. Ante esto hay que decir, además, que aliviar las necesidades más urgentes de los peruanos no es una agenda propia ni un programa político, es el deber de cualquier gobernante. 

En tercer lugar, hay un énfasis diferenciado en sus propuestas que también está a tono con nuestro país segmentado y desigual, y no con el anhelo de construir uno más integrado. “Nuestros empresarios e industriales ya saben crecer y traer inversiones y tecnología. Confío en ellos”. O sea, para los ricos, libertad; para los pobres, pan. Nadie podrá negar que algo queda de Haya de la Torre. 

Tal vez el triunfo de Castañeda haya convencido a los políticos de la popularidad imbatible del cemento, y quién sabe tengan razón. Pero al menos quienes no estamos ni entre los ricos, a quienes se ofrece “un festín” (Eduardo Dargent), ni entre los pobres, a quienes se promete el festival del cemento, tenemos el deber de señalar que el país no está para insistir en las vías que nos trajeron hasta aquí. 

El Perú necesita ideas nuevas y no conceptos viejos. Obras y shock son conceptos viejos. El primero era el nombre del partido de Ricardo Belmont en 1989; el segundo el cuco que articuló la campaña presidencial de 1990. Y el Perú de hoy, en lo bueno y en lo malo, en lo mejor y lo peor, ya es hijo de aquella coyuntura. Por otro lado, el llamado a la terapia de shock instaura la idea de una supuesta crisis mayúscula. Y por mucho que el país se haya frenado no está en coma. No es 1990. En el 2016 el país no necesitará que se le reanime con un vocabulario apolillado y actitudes desesperadas. Se requiere inventiva, audacia, grandeza. 

Así, en su artículo del jueves pasado, Alan García ha respondido a la intriga de Michael Reid: en el 2016 tendríamos un García noventero. Pero ¿qué país podría desear para las urgencias de mañana un ideario surgido de una coyuntura miserable como la nuestra hace un cuarto de siglo? En realidad, proponernos pelear las batallas de hoy con las armas de 1990 es la confesión caleta de quien está pensando en no dar batalla alguna.