La tentación de la independencia, por Carlos Contreras C.
La tentación de la independencia, por Carlos Contreras C.

El retiro del Reino Unido de la Unión Europea (UE) nos sirve a los peruanos como un ejemplo didáctico de las implicancias que tuvo para el Perú de 1821 apartarse del imperio español. Claro que entre la UE y el imperio español existían grandes diferencias, pero en un cierto sentido se parecían: se trataba de grandes comunidades de naciones muy diversas, gobernadas por una burocracia centralizada que, al menos sobre el papel, procuraba el bienestar de todos los pobladores comunitarios.

En estos casos, de ordinario ocurrirá que los habitantes de algunos de los reinos o naciones integrados en la mancomunidad critiquen las decisiones tomadas por el centro político, o perciban que son tratados como la vaca lechera del establo (en el sentido de que lo que ellos aportan a la comunidad es bastante más de lo que reciben de ella), o, todavía peor, recelen que el gobierno de la comunidad está sesgado para favorecer las conveniencias o intereses de ciertos miembros. La forma como están representados políticamente los integrantes de una comunidad suele decidirse en vista de unas condiciones –el número de habitantes, el monto de los impuestos recaudados o el grado de riqueza de la economía– que, naturalmente, van cambiando con el tiempo. Más tarde o temprano habrá quienes piensen que la dosis de representantes o de poder dentro del gobierno central ya no corresponde a lo que sería justo y necesario.

Separarse de la comunidad es en estos casos una opción tentadora, pero simultáneamente surge el temor de que con la escisión hay beneficios que se perderán, como el disfrute de una zona de comercio más amplia, o la coordinación de políticas económicas y de seguridad que crean el efecto de economías de escala, haciendo que tales gastos disminuyan. En estos casos es difícil sopesar las pérdidas y ganancias, ya porque las cosas que se ganan y se pierden son difícilmente comparables, o porque unas ocurren en el corto y otras en el largo plazo. Sin duda, la independencia de un pueblo para tomar decisiones acerca de cómo relacionarse con el resto del mundo y cómo gobernar su economía y su orden social parecen siempre un ideal, pero lo que la historia del mundo en los últimos doscientos años ha puesto sobre el tapete es cuál es la escala óptima para que ello sea fructífero y sostenible.

Un pueblo soberano e independiente pero muy pequeño en términos demográficos y económicos probablemente será ineficaz y no podrá sobrevivir como un estado nacional. La economía moderna y la seguridad militar exigen tamaños mínimos para ser viable. A su turno, un país demasiado extenso y poblado, por fuerza contendrá culturas e idiosincrasias distintas que, a la larga, producirán recelos como los que vemos en la UE de nuestros días. 

Con menos experiencia política que los británicos de hoy, los peruanos de hace dos siglos debimos reflexionar acerca de lo que ganábamos y perdíamos cuando nos separamos del imperio español. Claro que en aquella ocasión, la separación fue en manada y no una decisión aislada. Hasta cierto punto, las tropas venidas de Chile y la Gran Colombia nos impusieron la independencia a punta de rejones y fusiles. A los peruanos no nos quedó margen para una decisión, digamos meditada, y mucho menos se les ocurrió a los líderes convocar a un referendo para ver qué pensaba la mayoría sobre una decisión de tanta consecuencia. Apuesto a que, de haberse este realizado, el resultado se habría parecido a los de nuestras segundas vueltas presidenciales.

Tanto la implosión del imperio español de ayer como el ‘brexit’ de hoy nos enseñan que la humanidad va probando continuamente cuáles son las decisiones que deben dejarse en manos de qué gobiernos, si locales, regionales, nacionales o extranacionales. ¿Quién debe decidir en materia de inmigración, impuestos, políticas monetarias o ambientales? ¿Los que gobiernan de lejos o quienes gobiernan de cerca? En el siglo diecinueve, los pueblos hispanoamericanos, a diferencia de lo sucedido en la Norteamérica inglesa, nos fraccionamos en veinte repúblicas, temerosos de que nuestras opiniones y negocios no estarían bien representados dentro de las extensas unidades políticas que eran los cuatro grandes virreinatos existentes en 1810. México perdió a Tejas porque la población de esta apartada región consideró que la autonomía que anhelaban para su gobierno político y económico quedaba mejor garantizada dentro de Estados Unidos que dentro de la nación azteca.

En ocasiones pareciera que la emoción nos gana hacia el lado grande, con la idea de armonizar en un amplio espacio políticas que consideramos superiores o más justas, para al poco tiempo darnos cuenta de que la concentración de las decisiones trascendentes en poderes muy alejados de la gente incuba resentimientos y temores en los gobernados, que sueñan con que, también en política, lo pequeño es a veces lo hermoso.