Ciudad de México. (Foto:Reuters)
Ciudad de México. (Foto:Reuters)
Aníbal Quiroga León

No hacía mucho que la misa había terminado en la Basílica de la Virgen de Guadalupe, en La Villa, al norte de Ciudad de México (CDMX), cuando a las 11 en punto sonaron en toda la megápolis de más de 20 millones de habitantes potentes sirenas que hacían recordar a las que precedían los bombardeos a la ciudades europeas durante la Segunda Guerra Mundial. Inmediatamente los brigadistas desalojaron todo el recinto, en orden y bajo la admonición “esto es un simulacro, por favor evacuen el área en orden…”. La autoridad de defensa civil mexicana había previsto este entrenamiento para continuar la preparación para cualquier evento sísmico y también en conmemoración del más mortífero terremoto de magnitud 8,1 del 19 de julio de 1985, produciendo casi 4.000 fallecidos y devastando sobre todo la zona centro de la capital.

Por esas casualidades que carecen de explicación lógica, a los exactos 32 años de esa tragedia, siendo las 13:14 hrs, las sirenas se activaron por segunda vez en el día en toda la ciudad al tiempo que la tierra empezó a trepidar en CDMX. Esta vez no era un simulacro, era la realidad, y por megafonía se insistía en que esta vez no era un simulacro…

Empezó como un fuerte temblor pero de pronto vinieron dos fuertes sacudones haciendo que las mamparas cayeran temiéndose algo mucho peor. Imagino que fue en aquel momento en que las edificaciones que sucumbieron empezaron a caer. El hotel se empezó a cimbrear y, estando en un piso 4, poco se podría hacer. Recordando en un segundo el simulacro de dos horas antes y lo aprendido de los sismos en el Perú, nos pusimos en el arco de ingreso a los ascensores. Una camarera perdió el equilibrio por el movimiento y cayó, en su apurado paso hacia esa zona. La ayudamos a incorporarse y guarecerse en el arco. Apenas se calmó la parte más fuerte del sismo salimos pálidos pero ordenadamente por las escaleras de emergencia junto con otros huéspedes y trabajadores, cuando la tierra aún seguía sacudiéndose.

Todos se agolparon ordenada y resignadamente en los puntos de reunión debidamente señalizados. Nadie hablaba. Nadie gritaba. Nadie lloraba. Los celulares colapsaron pero, en la era del 2017, el mágico Whatsapp funcionaba y todos se comunicaban por medio de la red con sus familiares. Mi familia, después de la misa, había partido hacia Teotihuacán y yo al hotel a preparar mis clases de esa tarde. Luego de una hora llegó el mensaje tranquilizador de que estaban bien y pronto regresarían. Me tocó compartir, entonces, la misma angustia que todos los mexicanos sufrían en ese momento. Las clases, finalmente, se cancelaron.

El presidente Enrique Peña Nieto estaba en un avión con el jefe de Defensa Civil camino a Oaxaca y Chiapas para supervisar el inicio de la reconstrucción del terremoto que apenas 12 días atrás había asolado esa zona. Enterado de lo ocurrido en CDMX, en el Estado de Morelos, en el de Guerrero y en el Estado de México, puso regreso y transbordó en un aeropuerto militar a un helicóptero pudiendo apreciar casi en tiempo real lo acontecido con su capital. A las 23:40 hrs., flanqueado de su estado mayor de crisis, dio un mensaje a la Nación.

Lo posterior es conocido. Este nuevo terremoto de magnitud 7,1 cogió a CDMX mucho más preparada. Para su enorme población, más de 240 de fallecidos, 45 edificios afectados de los cuales hay 38 colapsados, con el proceso de búsqueda y rescate en progreso. La zonas más afectadas son La Condesa y la Colonia Roma. Un 20% de la capital sin luz, sin servicios de transporte masivo (metro y metrobús) y con la suspensión de las clases. Hoy los grandes centros comerciales no han abierto y la ciudad luce como un feriado de recogimiento, de luto.

Lo más dramático ha sido el colapso del colegio Rébsamen, en donde toda la edificación de tres pisos y una azotea ha caído sobre si misma haciendo ahora un amasijo de concreto de un solo piso. Unos 38 niños fueron rescatados, pero 25 están desaparecidos al lado de cuatro de sus profesores y la directora. En este instante los rescatistas se esfuerzan en salvar a una niña que aún da débiles señales de vida y su rescate se ha convertido en el símbolo de la lucha contra esta desgracia. El pronóstico es reservado y todos oramos por ella y porque hayan más aún con vida.

Para quien ha vivido los terremotos del 1966, 1970, 1974 y 2007, el de ayer de Ciudad de México no ha sido muy diferente a lo que hemos sufrido en el Perú. Lo que diferencia es la magnitud de los daños y del costo en vidas, mucho menores por la muy estricta normativa mexicana impuesta luego del gran sismo de 1985, la cultura cívica, la prevención, el entrenamiento de lo que puede ocurrir en cualquier momento y, sobre todo, la alerta sonora instalada en toda la ciudad, en todos los barrios sin excepción, que avisan y unifican a una ciudadanía frente a un evento de la naturaleza que trae desgracia, muerte y dolor, pero que ciertamente la habilidad humana ha logrado mitigar con esfuerzo y preparación.

Esas son las principales lecciones que nos deja este gran terremoto al cual están expuestas todas las zonas sísmicas del orbe. El Perú está ubicada en medio de una, entre los Andes, sus volcanes y la placa continental de Nasca.