(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Alfonso García Miró

El hecho de que millones de peruanos no salgamos a las calles a protestar, ni a paralizar carreteras, ni a tirar piedras, ni a quemar llantas, ni mucho menos a agredir a nuestras propias autoridades, y que, por el contrario, nos comportemos civilizadamente, ¿nos hace menos indignados que aquellas minorías que sí lo hacen? Quienes así lo creen se equivocan. La invisible indignación y el desasosiego son profundos en la gran mayoría de los más de 30 millones de peruanos.

¿Habrán reflexionado dentro del Gobierno qué puede sentir, por ejemplo, un policía que llega a su casa luego de ser brutalmente agredido durante todo el día por delincuentes con hondas y huaracas y que luego observa atónito, junto a su familia, cómo el propio presidente de la República se allana ante las amenazas de esos mismos agresores? ¿Con qué energía y con qué sentimiento moral ese mismo policía se entregará al día siguiente en defensa de la ley? El sentimiento de ese mismo policía representa el de los millones de peruanos que observamos cómo autoridades y extremistas, negociando juntos y a nuestras espaldas, nos privan del derecho al desarrollo.

¿Acaso se han producido muertes durante las protestas de los indígenas en Canadá? En este país y en muchos otros, también protestan poniendo piedras en las pistas, quemando llantas e incluso incinerando vehículos, pero, a diferencia del Perú, en aquellos países el ciudadano que agrede a la autoridad termina de inmediato en la cárcel, sin muertos de por medio y sin que el Gobierno claudique en sus decisiones, porque allí sí prevalece el Estado de derecho, el principio de autoridad y el imperio de la ley.

Luego está, por supuesto, el tema de la minería. ¿Acaso Canadá, Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica son países pobres, parias de la contaminación o enemigos del medio ambiente? Todo lo contrario, son potencias mineras unidas por un común denominador: sus ingresos per cápita, sus niveles de no contaminación y sus índices de calidad de vida son muy superiores en comparación con los de la gran mayoría de países del mundo. Se trata de países cuyos ciudadanos fueron pobres hace menos de un siglo, pero que hoy se sienten orgullosos y agradecidos de su potencia minera como principal motor de su alto grado de educación, desarrollo y bienestar.

A pesar de que muchos quisiéramos equivocarnos, pareciera que en el Perú tenemos hoy un gobierno que se allana frente a la primera amenaza de una pequeñísima minoría violenta, cuyos líderes, utilizando a la minería como pretexto, solo desean la miseria, el atraso y el subdesarrollo, un caldo de cultivo para su propia ideología y ambición por el poder. Todo ello a cambio apenas de una mayor tranquilidad presidencial durante el tiempo que le quede intentando gobernar.

Si no fuera ese el caso, entonces, en solidaridad con la gran mayoría de los arequipeños, como un acto de grandeza y de responsabilidad con el encargo para el que fue elegido, el hoy presidente podría sorprendernos favorablemente a todos los peruanos dando el ejemplo del estadista que es y no el de un presidente circunstancial en busca del más pronto e incólume retiro a costa de todos los peruanos.

En los aproximadamente 130 días que quedan para que acabe el año, el Gobierno debería concentrarse en desplegar un plan preventivo y disuasivo de recuperación del principio de autoridad y del imperio de la ley, reuniendo a ministros con la agencia de inteligencia, el Poder Judicial y la fiscalía, todos como un solo equipo enfocado en la restauración del Estado de derecho en , en el valle del Tambo y en la provincia de Islay, respetando el derecho a la protesta pero sin violencia, sin heridos ni muertes, y que nos devuelvan nuestro derecho al progreso. Eso sería dar ejemplo de un buen gobierno y de un Estado unido, aunque a muchos nos parezca un escenario muy poco probable.