(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Patricia Donayre

La inmunidad como prerrogativa parlamentaria tiene sus orígenes en el siglo XVII en el derecho inglés y francés, para evitar que los comunes (los diputados) fueran arrestados o procesados por sus opiniones y por hechos delictivos. Su función era proteger a los diputados frente a la injerencia real y mantener viva la separación de poderes. 

Hoy, es una prerrogativa cuya existencia no tiene justificación y atenta contra el principio de igualdad consagrado en nuestra Constitución. Y ello porque otorga un trato diferenciado a un congresista frente a un ciudadano común por la comisión de un mismo hecho delictivo. 

El artículo 93 de la Constitución –cuyo tercer párrafo varios parlamentarios proponemos eliminar mediante un proyecto de ley presentado el 3 de abril, que busca una reforma constitucional– prohíbe que nosotros los congresistas seamos procesados o presos sin autorización del Congreso o de la Comisión Permanente, desde que somos elegidos hasta un mes después de dejar el cargo. Autorización que se requiere aun en supuestos de flagrancia. Es decir, ante cualquier comisión de un hecho delictivo solo se nos juzga o procesa siempre que el Congreso lo autorice. 

Esto ha contribuido a que la gran mayoría de peruanos entienda la inmunidad parlamentaria como un mecanismo de impunidad congresal, en el que nos amparamos para no responder por nuestros actos, gozando de libertad para hacer lo que queremos sin pagar las consecuencias. 

En cambio, en Colombia, por ejemplo, los congresistas no tienen inmunidad y pueden ser procesados y sancionados, incluso penalmente, por las autoridades judiciales sin que medie ningún protocolo o procedimiento especial. 

En Inglaterra, la cuna de dicha inmunidad, solo se aplica conforme a la concepción original, que es proteger al parlamentario por sus opiniones, por su palabra y por sus votos en el ejercicio de sus funciones como tal. Pero, tratándose de un hecho delictivo, el juez simplemente informa a la respectiva cámara, sin posibilidad de que se impida el ejercicio de la justicia. 

Nuestros opositores a esta propuesta señalan que estamos atentando contra una garantía fundamental para el desempeño de la función parlamentaria, que estaríamos siendo pasibles como congresistas a denuncias mal intencionadas. Cabe señalar al respecto que somos los únicos funcionarios que poseemos inmunidad: ni los ministros ni los alcaldes ni los jefes de los organismos constitucionales autónomos la tienen. Con lo cual estos funcionarios, de ser verdad el razonamiento expuesto, también estarían desprotegidos. Y no es así. 

Esto revela una importante disparidad que debe desaparecer, pues no es posible que un congresista tenga inmunidad y haga política con base en esa protección especial, y un ministro o cualquier otro funcionario no la tenga, cuando en la práctica ambos promueven el interés público.  

Sabemos que para aprobar una propuesta de reforma constitucional el camino no es fácil. Se necesitan un procedimiento y una mayoría especiales. Espero su priorización, pues es el interés de la ciudadanía que se acabe con esta especie de “compadrazgo parlamentario” que termina encubriendo conductas delictivas en las que están implicados los congresistas bajo el pretexto de la inmunidad. La inmunidad parlamentaria se ha convertido en un incentivo perverso para no responder por nuestra conducta ante la justicia, como corresponde en toda democracia donde la deliberación pública y el principio de igual consideración y respeto ocupan el sitial más importante.  

De no ser el Congreso el escenario de su eliminación, aún nos queda someternos a la decisión del poder más poderoso, el poder constituyente, el del pueblo, voluntad máxima a la que todos estamos sujetos.