(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Sandra Corso de Zúñiga

Salir por las calles de Lima en hora punta se ha convertido en sinónimo de caos, frustración y estrés. La congestión vehicular que se genera en nuestra capital es desgastante para la salud mental de la población, con consecuencias negativas para la economía, la ecología y nuestro propio bienestar. Ello pues no solo genera pérdida de horas de trabajo y mayor consumo de combustible, sino también mayor contaminación y un deterioro en nuestra calidad de vida.

Cuando estamos al volante, pasamos de ser ciudadanos amables a ciudadanos potencialmente peligrosos. Así, las muestras de agresividad en la conducción suelen ser más intensas que en otras situaciones. Estas se manifiestan a través de gritos, insultos, maniobras violentas e incluso violencia física, buscando hacer daño a otros vehículos o conductores.

¿Qué activa una conducción agresiva? En primer lugar, desde una perspectiva psicológica, la sensación de resguardo, protección y anonimato que da el vehículo al conductor y hace que los filtros e inhibiciones se relajen, dejando así que las expresiones de frustración e ira sean menos controladas, particularmente por las personas con menores niveles de madurez emocional.

En segundo lugar, desde una perspectiva situacional, la conducción agresiva se puede activar por una gran variedad de causas. Entre ellas salir con retraso de casa, conducir estando molesto por una discusión previa y, en general, cuando se convive con el estrés, ya sea temporalmente o permanentemente.

Por último, la conducción agresiva se puede activar por factores propios de la situación vial que se vive en el momento, ya sea por congestión vehicular –particularmente en Lima– o al observar a quienes cometen infracciones por desconocimiento de las normas o simplemente por estar convencidos de que la penalidad no será efectiva.

Por lo general, las agresiones al volante tienen la intención de modificar el “mal comportamiento” de los demás. Cuando se interpreta la falta cometida por el otro vehículo como involuntaria, la intención de la respuesta agresiva tiene un objetivo moralizador: dar una lección. En tanto que, cuando se interpreta la falta como voluntaria, la respuesta agresiva se dirige a tomar una represalia “justificada”.

La conducción agresiva va precedida de interpretaciones personales que realizamos sobre las acciones de los demás conductores. Los seres humanos tenemos una tendencia natural a tomarnos como una ofensa personal los errores de los demás e incluso asumimos que conocemos sus intenciones ‘perversas’ hacia nosotros: “¡Mira cómo me ha cerrado!”.

También tomamos estas acciones de manera personal: “¡A mí nadie me falta el respeto!”, lo cual lleva a justificar nuestras respuestas agresivas. Sin embargo, cuando nosotros cometemos las faltas somos muy benevolentes: “¡Lo cerré porque me asusté por el camión!”, “¡No entiendo por qué se molesta tanto ese tipo!”. Al estar bajo la emoción de frustración las posibilidades de interpretar situaciones neutras como amenazantes son mayores.

Así, para mejorar el tránsito propongo aplicar una versión modificada de “Los cuatro acuerdos” del autor mexicano Miguel Ruiz. Si el ensayo original busca alcanzar un equilibrio personal, llevado a la conducción en Lima este diría: i) Conduce de manera impecable; ii) No asumas nada sobre otros conductores; iii) No te tomes las faltas o los errores de otros conductores como algo personal; y iv) da lo mejor de ti para que otros conductores tengan un mejor día al cruzarse contigo.

Como personas naturales no podemos controlar la planificación del tránsito, la congestión vehicular o los errores de los demás conductores. Lo que sí podemos es actuar sobre nuestras emociones y aportar así nuestro grano de arena en el bienestar común. Por ello debemos comprender cuáles son nuestros detonantes y actuar sobre ellos. Empecemos observándonos y analizando qué situaciones nos producen mayor incomodidad.