Ross Babbage

Una gran guerra en el Indo-Pacífico es más probable ahora que en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial.

La chispa más previsible es una invasión china de . El gobernante chino, Xi Jinping, ha dicho que la unificación de Taiwán y “debe lograrse”. El régimen del Partido Comunista Chino se ha hecho lo suficientemente fuerte –militar, económica e industrialmente– como para tomar Taiwán y desafiar directamente a por la supremacía regional.

Estados Unidos tiene intereses estratégicos vitales en juego. Una invasión china exitosa de Taiwán abriría un agujero en la cadena de defensas de Estados Unidos y sus aliados en la región, socavando gravemente la posición estratégica de Estados Unidos en el Pacífico y, probablemente, cortaría el acceso de Estados Unidos a semiconductores líderes en el mundo y otros componentes críticos fabricados en Taiwán. Como presidente, Joe Biden ha declarado en repetidas ocasiones que defendería a Taiwán.

Pero los dirigentes de Washington también deben evitar tropezar descuidadamente en una guerra con China, porque no se parecería a nada a lo que se hayan enfrentado nunca los estadounidenses. Los estadounidenses se han acostumbrado a enviar a sus militares a luchar lejos de casa. Pero China es un tipo diferente de enemigo: una potencia militar, económica y tecnológica capaz de hacer sentir la guerra en suelo estadounidense.

Como analista estratégico y planificador de defensa, he pasado décadas estudiando cómo podría empezar una guerra, cómo se desarrollaría y las operaciones militares y no militares que China está preparada para llevar a cabo. Estoy convencido de que los retos a los que se enfrenta Estados Unidos son serios, y debemos ser más conscientes de ellos.

El escenario militar por sí solo es desalentador: China probablemente lanzaría un asalto relámpago por aire, mar y para hacerse con el control de objetivos estratégicos claves en Taiwán en cuestión de horas, antes de que Estados Unidos y sus aliados puedan intervenir. Taiwán es ligeramente más grande que el estado de Maryland; si recordamos lo rápido que Afganistán y Kabul cayeron en manos de los talibanes en el 2021, empezamos a darnos cuenta de que la toma de Taiwán podría producirse con relativa rapidez. China también tiene más de 1.350 misiles balísticos y de crucero preparados para atacar a las fuerzas estadounidenses y a sus aliados en Japón, Corea del Sur, Filipinas y los territorios en poder de Estados Unidos en el Pacífico. A esto hay que añadir la enorme dificultad que supondría para Estados Unidos librar una guerra a miles de kilómetros a través del Pacífico contra un adversario que cuenta con la mayor armada del mundo y la mayor fuerza aérea de Asia.

A pesar de ello, los planificadores militares estadounidenses preferirían librar una guerra convencional. Pero los chinos están preparados para librar un tipo de guerra mucho más amplio que llegaría hasta lo más profundo de la sociedad estadounidense.

China ha considerado cada vez más que Estados Unidos está sumido en crisis políticas y sociales. Xi, a quien le gusta decir que “Oriente se levanta mientras Occidente declina”, cree que la mayor debilidad de Estados Unidos está en su frente interno. Y creo que está dispuesto a explotarlo con una campaña múltiple para dividir a los estadounidenses y minar y agotar su voluntad de participar en un conflicto prolongado: lo que los militares chinos llaman la “desintegración del enemigo”.

Durante las dos últimas décadas, China ha construido una formidable capacidad de ciberguerra diseñada para penetrar, manipular y perturbar a Estados Unidos y a sus aliados, a los medios de comunicación, a las empresas y a la sociedad civil. Si estallara la guerra, cabe esperar que China la utilice para interrumpir las comunicaciones y difundir noticias falsas y otro tipo de desinformación. El objetivo sería fomentar la confusión, la división y la desconfianza, y obstaculizar la toma de decisiones. China podría agravar esta situación con ataques electrónicos y probablemente físicos contra satélites o infraestructuras relacionadas.

Lo más probable es que estas operaciones vayan acompañadas de ofensivas cibernéticas para interrumpir los servicios de electricidad, gas, agua, transporte, sanidad y otros servicios públicos. China ya ha demostrado sus capacidades, incluso en Taiwán, donde ha llevado a cabo campañas de desinformación, y en graves incidentes de piratería informática en Estados Unidos. El propio Xi ha defendido ese subterfugio como un “arma mágica”.

China también podría convertir en arma su dominio de las cadenas de suministro y el transporte marítimo. El impacto sobre los estadounidenses sería profundo.

La economía estadounidense depende en gran medida de recursos y productos chinos, incluidos muchos con usos militares, y los consumidores estadounidenses dependen de importaciones de fabricación china a precios moderados para todo, desde productos electrónicos hasta muebles y zapatos. Una guerra detendría este comercio.

Los suministros estadounidenses de muchos productos podrían agotarse pronto, paralizando una amplia gama de negocios. Podría llevar meses restablecer el comercio y sería necesario un racionamiento de emergencia de algunos artículos. La inflación y el desempleo se dispararían, especialmente en el período en el que la economía se reconvierte para el esfuerzo bélico, lo que podría incluir que algunos fabricantes de automóviles pasaran a construir aviones o que las empresas de procesamiento de alimentos se reconvirtieran a la producción de productos farmacéuticos prioritarios. Las bolsas de Estados Unidos y de otros países podrían interrumpir temporalmente sus operaciones debido a la enorme incertidumbre económica.

Estados Unidos podría verse obligado a enfrentarse a la chocante realidad de que el músculo industrial decisivo en victorias como la de la Segunda Guerra Mundial –el concepto del presidente Franklin Roosevelt de Estados Unidos como “el arsenal de la democracia”– se ha marchitado y ha sido superado por China.


–Glosado, editado y traducido–

© The New York Times

Ross Babbage es investigador del CSBA (Washington) y CEO de Strategic Forum (Canberra). Este es un artículo especial de The New York Times.