“Este [el fallo en el caso 'Plata como cancha'] es un antecedente nefasto, porque obliga al periodismo a verificar cada frase que se atribuye a una fuente”. (Foto: Jessica Vicente/@photo.gec).
“Este [el fallo en el caso 'Plata como cancha'] es un antecedente nefasto, porque obliga al periodismo a verificar cada frase que se atribuye a una fuente”. (Foto: Jessica Vicente/@photo.gec).
Carlos Jornet

La el periodista y el editor por el libro enciende una justificada señal de alarma para las libertades de prensa y expresión en el Perú y en el continente.

Es una luz roja para una sociedad que busca consolidar la democracia y fortalecer el control ciudadano de quienes la gobiernan o aspiran a hacerlo.

Pero el fallo puede representar también una luz de esperanza si el Congreso Peruano no cierra los ojos ante esta señal de advertencia y adecúa la legislación peruana a los estándares interamericanos de Derechos Humanos.

Como lo hicieron numerosos países de la región, los delitos contra el honor deben ser despenalizados y trasladados a la Justicia Civil, para que no se apliquen penas de prisión, aunque sea en suspenso, sino indemnizaciones razonables y no confiscatorias, como en su momento fueron las que afectaron a “El Universo” en Ecuador o a “El Nacional” en Venezuela.

La Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión aprobada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) lo expresa en su punto 10:Las leyes de privacidad no deben inhibir ni restringir la investigación y difusión de información de interés público. La protección a la reputación debe estar garantizada solo a través de sanciones civiles, en los casos en que la persona ofendida sea un funcionario público o persona pública o particular que se haya involucrado voluntariamente en asuntos de interés público”.

Como líder de Alianza para el Progreso y excandidato presidencial, es una figura sometida al escrutinio ciudadano. Tiene derecho, como cualquier persona, a sentir mancillado su honor por el libro que motivó la sentencia. Pero la decisión judicial es desproporcionada, tal y como en casos similares expresó la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Hay otro aspecto para tener en cuenta ante conflictos entre la libertad de expresión y el derecho al honor de figuras públicas. Como agrega la Declaración de Principios, en estos casos debe probarse que en la difusión de las noticias hubo intención de infligir daño, se sabía que la noticia era falsa o existió manifiesta negligencia en la búsqueda de la verdad.

Es lo que se conoce como doctrina de la real malicia, que se remonta al caso “New York Times vs. Sullivan” de 1964. Tras una condena inicial al periódico, la causa llegó a la Corte Estadounidense, que entendió que no correspondía indemnizar a un funcionario por una manifestación difamatoria relacionada con su conducta oficial, a menos que se probara que esta fue con evidente mala intención.

Un documento de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la CIDH sobre los principios de la Declaración mencionada destaca la necesidad de revisar las leyes que protegen el honor de las personas.

“El tipo de debate político a que da lugar el derecho a la libertad de expresión e información –dice– generará indudablemente ciertos discursos críticos o incluso ofensivos para quienes ocupan cargos públicos o están íntimamente vinculados a la formulación de la política pública”. Añade que, en lugar de proteger el honor de las personas, las leyes de calumnias e injurias suelen ser utilizadas “para atacar o silenciar el discurso que se considera crítico de la administración pública”.

El documento hace foco en que funcionarios y personalidades públicas poseen, en general, “fácil acceso a los medios de difusión que les permite contestar los ataques a su honor y reputación personal”, y advierte que esa también es una razón para prever una menor protección legal.

De la lectura del fallo difundido el 10 de este mes por el juez Jesús Vega, no se advierte que estos principios hayan sido ponderados adecuadamente. Y en especial, que se haya considerado la condición de persona pública de Acuña.

El magistrado resalta que “es el perjudicado quien debe probar el pleno conocimiento que tenía la persona que hizo las manifestaciones agraviantes, de la falsedad de las mismas; o en todo caso, que tales manifestaciones se hicieron, por lo menos, con un temerario desprecio o despreocupación por la verdad”. Y habla de la tensión existente entre los derechos a la información y al honor.

Pero al analizar las 55 frases que el dirigente consideró difamatorias, desestima la defensa del periodista en el sentido de que su trabajo fue sustentado en documentos, testimonios e informes de los sectores público y privado, así como en comentarios de personas del entorno del querellante reproducidas en diferentes medios antes de la publicación del libro. El magistrado descarta 21 frases, pero considera que en otras 34 hubo dolo, con lo que sustenta la dura condena. Este es un antecedente nefasto, porque obliga al periodismo a verificar cada frase que se atribuye a una fuente.

Sorprende que el juez no aluda a la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión, a la doctrina del “reporte fiel” o a los acuerdos de la Corte Suprema Peruana sobre la diferente protección de la que deben gozar quienes manejan asuntos públicos respecto de las que cualquier particular tiene frente a las críticas, debido a la necesidad de un control ciudadano eficaz en una democracia.

Insistimos: el polémico fallo es una oportunidad para que el Perú adecúe su legislación a los estándares interamericanos. No es un tema de los medios, sino de la sociedad. Del derecho humano a expresarse libremente y del derecho ciudadano a controlar a sus gobernantes.