(Archivo: El Comercio)
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Aldo Facho Dede

Según el censo del 2007, el último del que conocemos resultados, cerca del 50% de la población limeña vive en barrios urbano-marginales (BUM); es decir, pueblos jóvenes. Si bien el gran crecimiento de este tipo de urbanización se dio entre 1985 y 1995, aún no ha cesado la invasión de tierras del Estado, significando, en su conjunto, uno de los principales problemas urbanos y sociales a resolver en nuestras ciudades.  

Esto evidentemente no es fortuito, y sus orígenes se remontan a la mitad del siglo pasado, cuando por primera vez se discutió el modelo de política destinada a resolver la creciente demanda de vivienda producto de las migraciones a los centros económicos del país. Este debate terminó por identificar dos perfiles de ciudadano; uno con derecho a una vivienda producida por el Estado, y otro que debía resolver su necesidad mediante la “autoconstrucción”. Para el primero se diseñó una política de construcción de unidades vecinales, cuyos estándares variaban según la ubicación y segmento social de los destinatarios. Y para el segundo se acordó permitir la ocupación de tierras, de cuyo acceso a los servicios básicos se encargó el Estado posteriormente.  

La capacidad del Estado de construir viviendas quedó rápidamente desbordada por las fuertes olas migratorias, y el modelo de “ciudad ilegal” (Calderón, 2005) se convirtió en la forma como se desarrollaron nuestras ciudades, siendo el único freno a su expansión la propiedad privada de la tierra. 

Si bien en un primer momento los grupos invasores estaban conformados por familias que emigraban a las principales ciudades en busca de un mejor futuro, el sociólogo Julio Calderón Cockburn señala que, a partir de los 90, y producto de la reforma neoliberal del Estado, hubo un importante cambio de perfil. Se conformaron importantes mafias de traficantes de terrenos que, amparados en la liberalización del uso del suelo y los mecanismos de titulación (Cofopri), avanzaron sobre los terrenos fiscales, coludidos con funcionarios y autoridades.  

La reciente captura del alcalde del distrito limeño de Santa Rosa, presunto cabecilla de una de las más grandes mafias de traficantes de terrenos, es solo un caso entre muchos otros, y pone en evidencia el alcance de estos grupos, que no dudan en tomar el poder formal de las ciudades para multiplicar sus crímenes. 

Más allá de la reflexión política, sobre la necesidad de tener un control mucho más estricto en la revisión de los candidatos y los partidos, lo que debemos poner sobre la mesa es el modelo de ciudad que deseamos construir como sociedad. Es evidente que seguir incentivando la urbanización del desierto, las laderas y los valles nos está llevando a construir ciudades costosas, desde el abastecimiento de los servicios básicos, el transporte y los equipamientos; frágiles y vulnerables, por la ocupación de zonas de riesgo natural; e injustas y dispares, por la discriminación entre los que tienen acceso a la ciudad legal y los que quedan marginados en la ilegal.  

Necesitamos como sociedad discutir un modelo de ciudad distinto, que se permita regenerar sectores que hoy están subutilizados, como la antigua zona industrial de Lima y el Callao, donde, por ejemplo, el Estado está invirtiendo casi US$10 mil millones solamente en grandes proyectos de movilidad (Metropolitano, línea 2, Lamsac, etc.), o el complejo militar de Las Palmas, cuya superficie es similar a la de Jesús María, o el cuartel Hoyos Rubio, que equipara en dimensiones a la residencial San Felipe. Regenerando estos tres espacios podríamos acercarnos a resolver el actual déficit de vivienda de la ciudad

Este modelo de densificar en vez de expandir la ciudad debiera llevarnos a repensar la “ciudad ilegal”, diseñando políticas que permitan relocalizar a las familias que se encuentren en locaciones vulnerables, densificar las zonas aptas para el uso urbano y proteger las zonas no aptas. Existen soluciones exitosas en Latinoamérica que podemos tomar como referentes. 

Estamos, una vez más, a puertas de la elección de nuestras autoridades, con la particularidad de que no podrán reelegirse las existentes. Esto debiera significar una oportunidad para reflexionar como sociedad, y exigir a los candidatos propuestas claras y compromisos serios que orienten el desarrollo sostenible de nuestras ciudades. Está en nuestras manos, en nuestro voto, exigirlo y luego fiscalizar su cumplimiento.