El vacío que dejan los que se adelantan, por C. E. Freyre
El vacío que dejan los que se adelantan, por C. E. Freyre
Carlos Enrique Freyre

En estos años, he hablado con mucha gente que ha peleado. Por ejemplo, un oficial me contaba cómo se dio cuenta de que una helada noche estuvo cerca de morir. En la penumbra, vio que un soldado manipulaba un visor nocturno. Le preguntó qué hacía y el soldado le respondió que había un burro estacionado a unos metros de su puesto. Tomó el visor, comprobó que la acémila estaba allí y, por lo confuso que le pareció esa presencia, le preguntó al otro teniente qué pensaba:

-Pienso que nos quieren atacar, le respondió.

El animal estaba forrado de dinamita, la suficiente para acabar con ellos; aunque vivieron para contarlo. Sin embargo, no siempre es así. Lo descubrí, paulatinamente, y cada vez el fenómeno se me ha hecho más cercano. 

Una noche, recibí una llamada de Antonio Seclén. Me dijo que Ilich Montesinos, mi compañero de promoción, había recibido un tiro en el pecho y ya no estaba con nosotros. Meses después, recibí otra llamada en la que me anunciaban que el mismo Antonio Seclén estaba herido, en el Vraem.

Fui al hospital y vi cuando lo bajaban de la ambulancia. Estaba consciente, tanto, que pidió que su madre no se enterara de qué le ocurría, pues tenía un problema cardíaco. 

Muchos de esos personajes, cuyos nombres orlan una calle, un centro educativo o un parque, han sido parte de nuestro día a día. Como también frecuentamos a nuestros heridos, solemos enterarnos de los detalles, en particular de cada rincón en donde se ha combatido o se combate. En esas idas y vueltas, nuestros muertos se convierten en el recuerdo más vívido de nuestro paso por esta carrera en la que hemos elegido, si es necesario, dar la vida. Son nuestros personajes permanentes. 

¿Por qué se siente tanto? ¿Qué hace que el vínculo sea tan estrecho? Los motivos son múltiples. Yo creo que se construyen los domingos. Tengo un recuerdo propio, dibujado por las frías noches de Chorrillos; regresando a la Escuela Militar, ingresando a mi cuadra y haciendo un relato desmenuzado con mis compañeros de sección –todos con su pijama celeste puesto– de las escasas 24 horas que estuvimos en la calle: qué comimos, qué bailamos, cuántos descansamos y de quién nos enamoramos.

Por eso, es imposible no sentir.

La última Navidad, entre el sonido de bombardas, la pasé junto a un buen número de oficiales y soldados, en el velatorio del valiente suboficial Reider de la Cruz, que había muerto esa misma mañana al pisar una mina. Mientras moría, De la Cruz le dijo a su capitán –con una tranquilidad cinematográfica– que se preocupara por un sargento, quien también cayó herido por el explosivo y no por él. Su razón: “El muchacho tiene un hijo y yo no”. Me di cuenta de la fuerte compenetración del grupo pues, de otra forma, De la Cruz no hubiese podido saber que el sargento Ruiz era padre de familia y debía, ante el apremio de la muerte, tener la prioridad de vivir. 

Podría pasarme muchas páginas relatando las peripecias de cientos de nuestros hombres anónimos, que han terminado unidos por el vínculo de las armas, como si se tratara de una unión familiar. Las largas caminatas por senderos invisibles; la presunción del peligro acechándolos, el compartir un poco de agua, la incomodidad de tener una piedra como almohada, cobijarse del frío en el nicho de un cementerio o la necesaria inmovilidad para no delatar su presencia bajo una lluvia de zancudos, es lo que, al paso del tiempo, termina tejiendo esa telaraña que se vuelve en muchas ocasiones irrompible.   

Por eso, el vacío de los que se van, sin avisar, antes de la fecha señalada, suele ser grandilocuente. No termina en el titular del diario o en los marciales honores de las honras fúnebres, sino que se acrecienta conforme recorremos el país. Por lo mismo que es doloroso, sirve para que valoremos la vida, para que entendamos la importancia de las carencias y la inconmensurable valía de la amistad y del cobijo de nuestras familias.