El abogado Guillermo Cabieses y la médico Ángela Uyen discuten sobre la pertinencia de las restricciones contra el COVID-19 en el país (Ilustración: Giovanni Tazza).
El abogado Guillermo Cabieses y la médico Ángela Uyen discuten sobre la pertinencia de las restricciones contra el COVID-19 en el país (Ilustración: Giovanni Tazza).
/ Giovanni Tazza
Guillermo Cabieses

No es fácil responder si es que las personas deberían ser forzadas a contar con dosis completas de vacunas contra el a efectos de poder viajar, ingresar a locales abiertos al público o, incluso, poder asistir a sus centros laborales. Un virus de rápido contagio es un ejemplo típico de una externalidad negativa (un costo que se le impone a otros sin su consentimiento). ‘Prima facie’, parecería razonable una medida que fuerce la internalización de los costos generados por esa externalidad mediante la restricción de ciertas libertades personales de los no vacunados. Nuestra posición es, sin embargo, que se trata de una medida errada y peligrosa.

Una persona no inoculada tiene mayor posibilidad de contagiarse y, por ende, genera una externalidad mayor de esparcir el virus. Ello, sin perjuicio del costo, que sí asume, de desarrollar la enfermedad de manera más severa. Este costo de contagio lo impone respecto de quienes sí están inoculados; de quienes están dispuestos a hacerlo, pero no han podido aún; así como de los que no están dispuestos a vacunarse.

Ahora bien, los vacunados han reducido sustancialmente su riesgo de contagio y, con ello, la externalidad. Se han, por decirlo de manera figurativa, vacunado contra la externalidad. Quienes quieren vacunarse, pero aún no lo hacen, encuentran en el hecho de que haya personas no dispuestas a vacunarse un incentivo para realizarlo cuanto antes. Por otro lado, quienes han decidido no vacunarse están asumiendo el costo de la externalidad voluntariamente, dado que tienen una solución para evitar el perjuicio, pero han decidido no valerse de esta por el motivo que sea. No olvidemos que vacunarse no es gratis.

Es muy probable que los efectos secundarios de una vacuna elaborada entre gallos y medianoche, dada la crisis mundial desatada por la pandemia, no sean aún del todo conocidos. Se entiende, entonces, que algunas personas decidan no aventurarse a la inyección sin saber aún el alcance de tales efectos.

Así, tenemos que los costos que imponen los no vacunados no son realmente sustanciales. Mientras que la pérdida de bienestar que se les pretende imponer es enorme. Ello, sin contar que es un riesgo de proporciones siderales permitir que el Estado fuerce a nuestros conciudadanos a inyectarse sustancias so pena de restringir su libertad de tránsito o afectar su empleabilidad.

De más está decir, además, que toda esta discusión viene a colación solo porque no estamos permitiendo operar al proceso de mercado. Lo lógico sería que el propietario de un local, por ejemplo, decida si pueden o no entrar personas no vacunadas. Así, tendríamos oferta de locales solo para vacunados, como para ambos (vacunados y no vacunados). Conocedores de esa regla, basaremos nuestras decisiones de consumo en función de la valoración que le asignamos al riesgo de contagio. De esa forma, mediante el sistema de revelación de preferencias en el que consiste el proceso de mercado, nos evitaríamos vivir en una sociedad en donde uno termina siendo presa de las arbitrarias decisiones estatales. Sin embargo, en el actual estado de cosas, gozar de la libertad de decidir por uno mismo parece ser, más que un derecho, un anhelo.