El vampiro nunca muere, por Carlos Raúl Hernández
El vampiro nunca muere, por Carlos Raúl Hernández
Carlos Raúl Hernández

Es un refrán que se origina en una frase de Kant o una frase de Kant que se origina en el refrán: “con una madera tan torcida como la del hombre no se puede hacer nada recto”, obviamente una exageración del gran maestro. La significación de Fidel Castro ha sido analizada ‘ad nauseam’, por clave para entender la segunda mitad del siglo XX y también la naturaleza humana. Una capacidad política difícilmente igualable, aunque reptiliana, le permitió sobrevivir en el poder tanto como para ver 11 presidentes de Estados Unidos, al enorme costo de convertir su país en escombros, sacarlo de la carrera civilizatoria y estacionarlo en un rincón del inframundo. Un talento monumental para demoler la cultura y sobrevivir a la demolición, rasgo característico de los grandes revolucionarios, pero con ventaja sobre los demás por haber mantenido el poder 57 años. 

Hoy los cubanos son una sociedad sumida en el ‘good bye Lenin’ colectivo, y tendrán que abrir los ojos cerrados desde 1959. Los estadounidenses cometieron el error de darle a la revolución la excusa del embargo y de eso vivió políticamente hasta hoy. De no haber sido así, más temprano hubiera sido aplastante que el socialismo siempre va a la misma sentina. Los camaradas bolivarianos de Venezuela tuvieron que inventar su propio bloqueo imaginario –“la guerra económica”– para justificar ante los demasiado tontos su colapso en medio de un mar de petrodólares. La revolución de los jóvenes y valientes Robin Hoods del Granma partió la historia en dos. Sí era posible hacer una revolución en Latinoamérica, en las costillas del imperialismo, y la sacudida del comunismo universal hizo que intelectuales y artistas del mundo entero pasaran por La Habana a rendir su pleitesía a los héroes, y las figuras más encumbradas de la cultura querían fotografiarse con el dragón. 

Castro y el Che iniciaban la destrucción sistemática de la sociedad cubana con la receta totalitaria que convirtió rápidamente en mendiga de los soviéticos y luego de Venezuela –pero eso sí: muy digna– a una de las dictaduras más proverbialmente sanguinarias que se conocen. Los gobiernos democráticos le temían a Castro, quien trataba de derrocarlos, y para ello creó núcleos guerrilleros con la más absoluta impunidad luego de dividir los partidos centristas. Por fortuna, era presidente de Venezuela un personaje excepcional, Rómulo Betancourt, que consagró su vida a luchar contra las dictaduras y por enraizar la democracia en Latinoamérica. Su clarividencia estratégica y habilidad política le pararon la carrera a Castro hasta hacerlo expulsar de la OEA. 

Él conservó su isla-campo de concentración, mientras misteriosamente siguió siendo adorado en el mundo cultural, y por los políticos democráticos. Hoy termina la era de Drácula, medio siglo después de que Cuba se convirtió en el museo viviente del fracaso de la empresa humana, donde vive la memoria de todos los dolores, traiciones, miserias, crueldades, sadismos de que los seres de un día son capaces. “Aquí como que decidieron bañarse con sangre y no con agua”, comentó Camilo Cienfuegos cuando entró a Santa Clara tomada por el Che. Pocas veces un poder ha sido más aterrador y desbordado y, sin embargo, las declaraciones de los líderes democráticos siguen abigarradas de servilismo. Como si temieran que el vampiro pudiera levantarse de la tumba.

Todavía recibe reconocimientos la fiera implacable, el hombre sin alma, el que dejó morir seres humanos de sed y olvido, el que hizo fusilar por narcotraficante a quien ordenó que se hiciera narcotraficante para la revolución, el que hizo quedar a los caudillos del Renacimiento como buenos muchachos. Declaran con timidez y algunos dejan al juicio de la historia dictaminar sobre lo que ya dictaminó y, en el último extremo, está el que declara que “no se arrepiente de haber sido fidelista aunque hoy no está de acuerdo con el régimen cubano”, con lo que plantea el raro extravío ético de quien en vez de cerebro tiene una albóndiga de cordero, o una empanada, para pensar que tenía razón cuando apoyaba a un tirano criminal y también la tiene ahora que no lo apoya.