(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Alexander Huerta-Mercado

Helen Keller nació en Alabama en 1880. Cuando solo tenía unos meses, le afectó una enfermedad que la dejó ciega y sorda en un mundo que le era difícil de percibir. La niña desarrolló un carácter agresivo y huraño. Cuando cumplió 7 años, sus padres contrataron a Ann Sullivan, una fabulosa maestra que desarrolló un método que combinó con infinita ternura: enseñarle el lenguaje de signos, cogiendo los dedos de Helen, haciéndolos hacer las señas. La pequeña Helen no asociaba todavía las palabras con contenidos y esta soledad infinita le generaba frustración. Un día de furia, Helen destrozó una muñeca que su maestra le había regalado. La hizo trizas.

“Yo no había querido a la muñeca –relata Helen en su autobiografía–. En el mundo del silencio y de tinieblas en que vivía, no existía la ternura, ni ningún sentimiento definido”.

Un día, la maestra llevó a Helen a la calle y, acercándose a un pozo con agua, la hizo tocar con su mano el líquido. Cogió la otra mano y deletreó “agua” varias veces y Helen se concentró en las indicaciones de su maestra, quien le abrió un universo.

“Súbitamente –escribiría Helen– me vino un confuso recuerdo, de cosa olvidada hacía mucho tiempo. De golpe, el misterio del lenguaje me fue revelado. Supe ya que agua era aquella frescura maravillosa que me bañaba la mano. Esta palabra cobró vida, hacía la luz en mi espíritu, y lo liberaba, llenándolo de júbilo y de esperanza […] Todo objeto tenía un nombre, y todo nombre evocaba un nuevo pensamiento. Todo cuanto tocaba en el camino de vuelta a casa me parecía que palpitaba y tenía vida propia […] Al entrar en casa me vino a la mente la muñeca rota, fui a tientas a recoger los fragmentos y traté en vano de volverlos a unir. Se me llenaron de lágrimas los ojos, porque comprendí lo que había hecho y, por primera vez en mi vida, conocí el pesar y el arrepentimiento”.

Con el tiempo, Helen Keller no solo aprendió a comunicarse, se volvió activista y escribió mucho, dictó conferencias y promovió los derechos de las personas con distintos tipos de desafíos. Pero también nos legó un testimonio de cómo el lenguaje es un universo que nos conecta con nuestro yo interior y exterior, marcando los límites de nuestra realidad. El antropólogo Roger Bartra sostiene que incluso nuestra consciencia se puede ver como una prótesis construida culturalmente que gira en torno al lenguaje. No en vano ‘abracadabra’, uno de los conjuros de magia más antiguos conocidos en Europa, se traduce como “mientras digo, hago que ocurra”.

Así pues, el lenguaje no solo tiene el poder de representar la realidad sino que, en no pocos contextos, tiene la potestad de crearla. Si se dan cuenta, hay palabras que ahora pueden ser usadas tendenciosamente o cuyo valor ha sido devaluado. Tal es el caso del término ‘ideología’ (que con manipulación se usó para desestimar lo que es una perspectiva teórica de género).

Encontré palabras para esta reflexión a partir del libro “Racismo y lenguaje”, publicado por el Fondo Editorial de la PUCP y editado por Virginia Zavala y Michele Back. Este libro reúne muy interesantes artículos que vinculan la discriminación social con el uso estratégico del lenguaje. Su lectura me pareció apasionante y pertinente precisamente ahora que las noticias nos traen imágenes de lo que parecía imposible: el regreso de los nazis y de supremacistas blancos que ya no necesitan esconderse bajo capuchas.

Biológicamente, los seres humanos somos una especie joven y nuestras diferencias genéticas no son significativas como para ser clasificados en razas. En otras palabras, desde un punto de vista científico, no existen razas en los humanos. Por ello, como dice Nelson Manrique, el problema de que millones de alemanes durante la Segunda Guerra Mundial hayan calificado al pueblo judío como una raza peligrosa no es biológico sino social. Una fuerte propaganda a través de una intensa campaña de repetición de contenidos y omnipresente estímulo de emociones desarrollada por Joseph Goebbels. Es una imagen apocalíptica la que mostraba a los jóvenes nazis quemando pirámides de libros que consideraban subversivos al régimen, conscientes de que la palabra escrita podía poner en riesgo toda la ideología radical que proponían.

Helen Keller escribió una carta abierta a los estudiantes nazis en la que señaló que podían seguir quemando los libros de las mentes más brillantes, pero que las ideas transmitidas en ellos encontrarían otros canales para seguir circulando. Ella sabía muy bien a qué se refería y sabía que ninguna tiranía podía quitarnos el derecho de pensar y transmitir.

Sin embargo, revisando el libro editado por Zavala y Back no podemos sino sorprendernos de cómo el discurso racista también ha encontrado nuevos canales y se perpetúa en el lenguaje. Peor aun, se ramifica a través de Internet en una suerte de arena infinita en la que las imágenes son exhibidas, juzgadas y clasificadas.

Lejos de lo que usualmente se percibe, hoy las personas leen y escriben más. Tal vez no en libros sino en celulares y computadoras. Esto nos tiene más contactados, pero irónicamente menos comunicados.Esa paradójica conexión ampliada y la falta de comunicación real se evidencia en las manifestaciones racistas colectivas que hemos tenido casi al final de cada elección presidencial, en las perspectivas “políticamente correctas” que, sin embargo, acusan de racista a los otros, y en la marginación y rechazo que han generado grupos con estéticas distintas a las convencionales.
Ya en el Perú sabemos que a los intereses de poder les siguen los discursos racistas que los justifican. Eso nos lo recuerda Gonzalo Portocarrero cuando nos describe el momento en que las élites deciden perpetuar sus privilegios luego de la independencia a través de una ideología racista que circulaba fuera de la ley y que, lamentablemente, permanece en nuestros días como un freno a nuestra posibilidad como sociedad.

La libertad que la pequeña Helen Keller encontró al poder nombrar las cosas también se puede convertir en peligro si es que perdemos el control sobre la interpretación de lo que leemos o escuchamos. Es necesario tomar una perspectiva en la que podamos colocarnos en distintos ángulos. Sobre todo, observándonos a nosotros mismos escuchando. Y por último, al momento de hablar, creo que es bueno estar seguros de que es uno mismo (y no otra persona poseedora de otra idea) el que está hablando.