El abuelo ya no está, por Renato Cisneros
El abuelo ya no está, por Renato Cisneros
Renato Cisneros

El martes pasado el abuelo de mi esposa, el ‘Nonno’ Guillermo, falleció en el hospital de la FAP. La noticia nos tomó por sorpresa en Ginebra, adonde habíamos ido, paradójicamente, a recibir al primer hijo de mi cuñada, que llevaba un embarazo de cuarenta semanas. Una vez enterados del suceso hubo que actuar rápido: suspender la cena programada, comprar pasajes con la menor cantidad posible de conexiones, hacer maletas contra el reloj, dormir a la fuerza. Al día siguiente, el vuelo madrugador se hizo eterno: 12 horas que, multiplicadas por el duelo, parecieron 48. Más que a otro continente sentí que viajábamos a otra galaxia.

Nunca había visto a mi esposa llorar tanto. Es lógico: esta es su primera pérdida de adulta. Nunca es sencillo ese primer golpe: paraliza mientras duele y duele mientras enseña. Sentado a su izquierda, pensé en los sentimientos contradictorios que se revolvían en su interior. Su abuelo acababa de fallecer en Lima mientras su sobrino, en Suiza, anunciaba con patadas intermitentes su próximo arribo al mundo.

¿Cómo soportar ese torrente de energías que llegan con idéntica fuerza desde las dos orillas de la existencia? ¿La pena contrarresta la ilusión o la ilusión amortigua la pena?

Para hoy sábado, el niño ya debe de haber nacido. Pronto usará los mamelucos tejidos por las tías, los zapatos diminutos, los biberones y pañales que atiborran la cuna donde pasará sus primeras noches. Crecerá en Europa y oirá a sus padres hablar del Perú. Aunque no conocerá a su bisabuelo, siempre estará asociado a él. Las esperanzas que trae uno son el anverso de los recuerdos que deja el otro. Uno llega y el otro se va. Es el duro mecanismo de transición de la especie. La despótica ley de la vida y de la muerte. El destino en forma de rueda. Pienso ahora en ese gran señor que fue el ‘Nonno’ Guillermo. Ex aviador de la Fuerza Aérea que, retirado de comandante, dedicó la mayor parte de sus años a administrar la Casa Teodoro Harth del jirón Azángaro. Un lector voraz, lector con biblioteca propia, que lo mismo sabía de historia que de literatura. Un hombre recio que en el pasado ya había superado un cáncer de laringe y que logró cruzar la base nueve entero, pendiente de las noticias, tomándose selfies, comunicándose con emoticones. Difícil olvidar su voz afónica, sus maneras corteses y señoriales, su generosidad, sus rutinas marcadas: los martes jugaba Golpe con los amigos del Club Aeronáutico y los sábados asistía a los baños turcos del club. Cualquier actividad podía ser reprogramada, menos esas. Y cuando los fines de semana recibía al ejército de hijos y nietos en su casa de Barranco, cerca del mar, presidía las reuniones desde un sillón histórico sobre el que ahora ya nadie quiere sentarse. Ni siquiera la ‘Nonna’, con quien compartió más de seis décadas de matrimonio.

“Hay gente que no debería morirse nunca”, balbuceó mi esposa al aterrizar, los ojos irritados, el cuerpo tenso. Me ahorré todo comentario y la abracé: ante la muerte no hay palabras eficaces ni consoladoras. Pese a mi silencio, me quedó dando vueltas en la cabeza esa frase que ha sido adjudicada a García Márquez: la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido. Y pienso que quizá esta columna sea entonces una manera, reducida, insuficiente, de perpetuar la figura del ‘Nonno’ Guillermo. Él, que decía ser un fiel lector de esta página, ahora la inspira y justifica.

Esta columna fue publicada el 22 de octubre del 2016 en la revista Somos.