(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Santiago Roncagliolo

Si eres un escritor peruano en el exterior, todos quieren que seas una miniatura de . Los críticos te comparan. Los lectores te preguntan por él. Los editores necesitan que algún periodista te llame “el nuevo Vargas Llosa” para ponerlo en la portada de los libros. Pero cuando descubren que solo eres tú, notas la decepción en sus miradas.

A veces, esas personas, ofendidas por mi individualidad, me exigen explicaciones. Y yo sostengo que esa individualidad es precisamente una influencia de Vargas Llosa. Si algo le debo como escritor es el ejemplo de atreverse a ser él mismo, por mucho que les moleste a los demás: un liberal en un mundo de escritores izquierdistas. Un realista en mundo de latinoamericanos exóticos. Un anglófilo entre devotos de la francofonía. Mario nunca aceptó la presión social. Nunca se conformó con una etiqueta cómoda.

Esa influencia resultó crucial para atreverme a escribir. En el Perú en el que crecí, una carrera literaria se consideraba una utopía impensable, una quimera absurda. Cuando yo manifestaba mi vocación, mucha gente respondía “los escritores se mueren de hambre”. Por suerte, yo podía responder: “Hay uno que no”. Y ese único ejemplar certificaba que yo no estaba loco, que la posibilidad existía.

Cuando viajé a España para intentarlo, resultó que tampoco era fácil. Los primeros años, no conseguía publicar. Tampoco trabajar. En esa época difícil, conocí a Mario. Él me concedió una entrevista para un libro que yo escribía. Pero rápidamente, mis preguntas se convirtieron en un pliego de reclamos. Todo iba fatal. No me salía nada bien. ¿Por qué me había engañado Mario Vargas Llosa? ¿Por qué me había hecho creer que había esperanza?

Él me contó sus propias dificultades y las de los escritores del ‘boom’ en sus inicios. Saber que ellos también habían sufrido me dio fuerzas para resistir.

Conté todo esto la semana pasada, en una mesa del Hay Festival celebrado en Arequipa. Acompañábamos a Mario un grupo de escritores de mi generación. Y resultó que a todos nos había marcado de las maneras más inesperadas: a Jeremías Gamboa le dio consejos para su primera novela. Con Mariana de Althaus preparó una pieza teatral autobiográfica. Para Renato Cisneros constituyó un referente en la narrativa sobre el padre. Y Katya Adaui (esto es increíble) se intoxicó gravemente en un almuerzo con Mario cuando era niña. Durante su convalecencia, para paliar aburrimiento, descubrió el placer de la lectura. Eso cambió su vida para siempre.

Pero quizá lo más significativo de nuestro encuentro pasó inadvertido para buena parte del público. Porque, si nuestra vocación presentaba obstáculos, la del resto de peruanos resultaba mucho más difícil. En un país que siempre concentró la cultura en la capital, donde muchas zonas del país ni siquiera tienen librerías, ser limeño era un privilegio. En cambio, ser puneño o huancaíno te condenaba a la frustración.

Y sin embargo, ese día en el Hay Festival, estábamos cinco limeños rindiendo homenaje a un provinciano en su tierra, una Arequipa convertida durante un fin de semana en la capital literaria de este país, con invitados como Salman Rushdie o Helen Fielding. Todo un símbolo de que Mario no solo animó a escribir a las generaciones posteriores, sino continúa animando a leer a nuevos públicos y, de paso, a corregir los desequilibrios de un país demasiado centralista. Me siento muy orgulloso de haber formado parte de ese momento.

Cuando comenzamos el evento, Mario saludó al público así:

—El abuelo y sus nietos les dan la bienvenida—.

Pero yo creo que era Arequipa quien nos daba la bienvenida a todos. A un país más justo.