El presidente Martín Vizcarra anunció el proyecto de reforma constitucional en su mensaje a la Nacion. (Foto: GEC)
El presidente Martín Vizcarra anunció el proyecto de reforma constitucional en su mensaje a la Nacion. (Foto: GEC)
Andrés Calderón

Aquel domingo 28 de julio del 2019, culminó su discurso presidencial entre una mezcla de palmas, rostros absortos y lágrimas contenidas, y con ello, dio por concluidas las elecciones generales del 2016.

El anuncio del mandatario de adelantar las elecciones parlamentarias y presidenciales para el 2020 (previa reforma constitucional y ) da para muchos tipos de análisis políticos y constitucionales, así como para la prognosis sobre los distintos caminos que se abren después del súbito mensaje a la nación.

Pero antes de ello, quisiera detenerme un momento para hacer una breve diagnosis del submensaje. Porque entre que el no aprobó una o dos de las seis reformas planteadas por el Ejecutivo –cubiertas por el ropaje de la cuestión de confianza– y el adelanto de elecciones hay un salto lógico muy evidente. Falta algo. Un mensaje que subyace al mensaje y que, desde el silencio omisivo, grita: ¡Esto no da para más! Solo así se entiende el subsecuente “Nos vamos todos”.

Para muchos, esta era la salida ineludible. Morir matando. Habida cuenta de que Vizcarra enfrentaba un contexto peligroso para el siguiente año y que, frente a “este” Congreso, “no se podía gobernar”. Pero bien sabido es que las construcciones impersonales así como el uso del plural en primera persona suelen servir para diluir o esconder lo que debería decirse en singular. Y la verdad es que Martín Vizcarra no podía gobernar.

Durante los 16 meses de gobierno, el presidente de la República mostró más dotes de político que de mandatario. Casi a la inversa de su predecesor, Pedro Pablo Kuczynski, quien en el papel parecía capacitado para gobernar pero apenas logró evidenciar que era un pésimo político. Lo cierto es que ninguno de los dos pudo lidiar con la desdichada mano que le tocó en la baraja. No pudieron darle la vuelta a una mayoría parlamentaria aplastante e intransigente.

El nuevo año de gobierno para Vizcarra no lucía promisorio. El fujimorismo había recuperado peso en el Congreso y retomado el control de la Mesa Directiva. Vizcarra, sin bancada –a la que tanto él como Kuczynski, esforzadamente, se encargaron de alejar– ni operadores políticos de fuste, con una economía enfriada y una popularidad descendente, enfrentaba el riesgo de ver torpedeada cualquier iniciativa de fondo (si acaso tenía alguna) en el Legislativo. En el peor escenario, se exponía ante un intento de vacancia, palabra que fujimoristas y apristas por igual repetían ya sin bochorno.

Entonces, antes de sucumbir goleado frente al Parlamento, Vizcarra prefirió el juego brusco, la provocación y hacer que expulsen a los jugadores de ambos equipos. El resultado: un doble WO. Todos a sus casas.

¿Era mejor apechugar hasta el 2021 o arrancar la curita de una vez en el 2019? Nunca lo sabremos. Vizcarra prefirió el dolor inmediato a la lenta agonía.

Más allá de la satisfacción que seguramente ocasionará en muchos saber que el fujimorismo no ganó y que un Congreso genuinamente vergonzoso se tendrá que ir a su casa con un año de anticipación, hay que recordar que este partido lo perdimos todos. Pues en las últimas elecciones votamos por una mayoría parlamentaria irresponsable y más preocupada en blindar sus propias fechorías y la de sus aliados. Pero también escogimos a un Ejecutivo que no tuvo los arrestos suficientes para remontar un score desfavorable.

Nos queda como consuelo saber que por fin acabaron las elecciones del 2016.