(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Daniela Meneses

No fue deslumbramiento lo que sentí cuando estuve por primera vez delante de las esculturas del Partenón en el Museo Británico. Aquel viaje me había llevado antes a Atenas, por lo que ahora solo podía pensar en una cosa: ¿Por qué había tenido que venir hasta aquí para ver la otra parte de lo que ya había encontrado en Grecia? ¿Qué era lo que había visto antes sin esto que ahora estaba delante? ¿Cuándo puede uno decir que ha visto el Partenón?

Han pasado décadas desde la primera vez que Grecia pidió, sin éxito, las esculturas de vuelta. Varios países o comunidades han hecho lo propio en relación con otras piezas y con distintos motivos, entre ellos la Isla de Pascua. “Ustedes tienen nuestra alma”, fue lo que dijo la semana pasada la gobernadora de la isla refiriéndose a una estatua gigante, Hoa Hakananai’a, y el museo ha aceptado iniciar conversaciones. En Francia, mientras tanto, el viernes se presentó un reporte, comisionado por el gobierno, que recomendaba que las obras de arte africano en museos franceses que hayan sido tomadas sin consentimiento durante el período colonial deberían ser devueltas de manera permanente si los países lo solicitan. “No puedo aceptar que una gran parte de la herencia cultural de diversos países africanos esté en Francia […]. Hay para esto explicaciones históricas, pero no hay ninguna justificación válida, duradera e incondicional”, decía el año pasado el presidente Macron en Burkina Faso.

No me queda mayor duda de que, allí donde las piezas hayan sido obtenidas de manera ilegítima, lo que cabe es la devolución. Pero ahora que físicamente me encuentro al otro lado, en el país que tiene que ceder, me he visto expuesta a una nueva arista del debate. “Una preocupación más profunda”, decía Simon Jenkins en una columna en “The Guardian”, “es lo que significará la restitución para el propósito de los museos en el mundo. Realmente son los herederos del imperio. Sus apologistas dicen que […] son los custodios globales, un recurso académico, un lugar que da contexto al arte”. Y lo decían también los patrones del Museo Británico en el marco de la solicitud de restitución de las esculturas del Partenón: este pedido trata en realidad “sobre el asunto mucho más grande de si se considera que colecciones como la del Museo Británico tienen un rol válido que cumplir en la cultura del mundo”.

Una de las alternativas por contemplar para articular ambos intereses –el de los museos de preservar su rol de custodio y propagador de cultura y el de las naciones de tener de vuelta sus obras– es el de las réplicas. Los habitantes de Isla de Pascua han ofrecido, a cambio de su estatua, entregar una copia hecha por ellos. Y un buen ejemplo de cómo esto es posible es el caso del Museo Smithsonian, en Washington. En el 2005, devolvió un sombrero sagrado (el Killer Whale hat) al líder de un clan nativoamericano. Años después, el sombrero fue reproducido por el museo gracias a tecnología digital, y aunque es parte de su colección el clan tiene derecho a bailar usando esa réplica en ocasiones especiales.

Por supuesto, y a pesar de que actualmente muchas réplicas son expuestas en museos por diversas razones, el asunto de fondo no es fácil. Porque las alternativas luego de las repatriaciones no solo se basan en cálculos económicos, sino también en la respuesta que creamos correcta a una pregunta de fondo: ¿Qué es lo que veo cuando veo una réplica? Walter Benjamin hablaba del aura de la obra de arte original, aquello que no puede ser copiado. Y siempre he pensado que el valor del arte está no solo en lo inmediatamente visible, sino también en la conexión que el objeto crea entre nosotros y el artista, sus manos, su cuerpo, sus ojos, todo unido a través del tiempo y el espacio que nos había separado. ¿Eso, acaso, no se pierde en una réplica? Parece que muchos creen que sí: cuando dos investigadores de la City University of New York preguntaron en un estudio a los participantes si preferirían ver a una Mona Lisa destruida por el fuego o a su copia exacta, el 80% escogió las cenizas.

Sentada escribiendo este artículo, pienso todo esto. Sí. Una réplica no puede ser lo mismo que un original, algo tiene que perderse en el camino. Pienso todo esto pero al mismo tiempo recuerdo que ayer en la mañana estuve en Cast Courts (Galería de Reproducciones) del Museo Victoria and Albert, en Londres, rodeada de réplicas, muchas de ellas elaboradas en el siglo XIX precisamente para llevar el arte a quienes no podían viajar. Y todo lo que escribo y pienso sobre el aura de lo auténtico y sobre escoger las cenizas se contrapone a lo que sentí ayer, adentro de una réplica de una columna de Trajano. Ese deslumbramiento ante una obra que no trata de engañar a nadie, de hacerse pasar por lo que no es, sino que en su honestidad cuenta su historia. Una que incluye también a la de la otra pieza, la original, la que no pudo estar ahí.