Los ahogados, por Luis Millones
Los ahogados, por Luis Millones
Luis Millones

Todas las crisis despiertan mitos. Salen de los recovecos de nuestra mente recordándonos que no solo existen, sino que siempre estuvieron allí. Y que debemos pagar por haberlos olvidado. Mis últimos viajes me llevaron al mar y, recordando mi infancia entre Huacho y Végueta, recorrí los puertos y caletas del norte, tratando de recoger la explicación de la tragedia que ahora nos sobrecoge.

El mar que nos rodea no es un desconocido. No en vano cubre las tres cuartas partes del planeta y el agua (océanos, ríos, lagunas, manantiales, etc.) tiene un volumen de 1.460 millones de kilómetros cúbicos.

Los propios seres humanos supieron desde un principio que la composición de su cuerpo tiene un alto porcentaje de líquidos. Ahora se sabe que un recién nacido alberga aproximadamente el 80%, un adulto el 70% y un anciano el 60%. Por eso, los términos de la vejez pueden expresarse con el vocabulario de la sequedad y se dice “quedó seco” a la persona que ha muerto. Nos lo recuerdan nuestros escritores: al tocar una de las momias que guardaba el corregidor del Cusco, Polo de Ondegardo, el Inca Garcilaso, en su refugio de Montilla, recordó que era seca como la madera de un árbol caído.

Leyendo a otros cronistas aprendí que la partida de las precarias naves de los pescadores era celebrada con un día de fiesta, pero que en su regreso eran dos las festividades. Esta noticia histórica no le sonó extraña a los que ahora trabajan en caballitos, balsas o botes de pequeña escala. Se sabe cuándo van a entrar al mar pero no si van a regresar.

Toda muerte es una desgracia que azota a parientes y amigos, pero queda el cuerpo del difunto para cumplir con los rituales que aseguren su viaje al más allá, cualquiera que sea el destino que su religión le haya proclamado. Lo importante para los parientes y amigos es que la despedida sea con el cuerpo presente, que se le pueda decir al difunto todo lo que faltó hablarle cuando estaba vivo. 

Hay un ritual que cumplir en esa última reunión, que marca el inicio del duelo que finalmente nos enseñará a soportar la pérdida. Para los antiguos costeños, las ceremonias se hacían pensando que, una vez cumplidas, el alma, ánima o sombra del difunto cruzaría por última vez el Pacífico, montado sobre un lobo de mar (que llamaban tumi) rumbo a las islas guaneras donde el dios Huamantantac acogería a los recién llegados.

Pero el agua es inmisericorde, o se nos esconde o nos avasalla con inundaciones, desbordes y tempestades. No en vano los griegos nos dicen que Poseidón fue uno de los tres dioses que derrotaron a Cronos y a los titanes, y se repartieron el universo. Los pescadores o viajeros que cruzan sus olas pueden desaparecer sin la posibilidad de que sus cuerpos sean encontrados.

Esas ánimas, con sus cuerpos perdidos en alguna playa remota o devorados por peces y otros habitantes de las profundidades del mar, atormentarán a familiares y vecinos, o a cualquiera que pase por el lugar donde perdió la vida, recordándoles que el ritual de despedida no ha sido cumplido y que, mientras quede incompleta la ceremonia, vagarán sin espacio definitivo, agobiados por la soledad de sus existencias sin otro futuro.

Por eso es que los ahogados buscan arrastrar a quienes, aún vivos, pueden ser su triste compañía. Donde pregunté por ellos me aconsejaron evitar los lugares conocidos por sus lamentos nocturnos o por las víctimas que cayeron en sus manos. En última instancia me explicaron que si su presencia era ya próxima, debía refugiarme en el mar, sin adentrarme, pero mojando mis pies, por lo menos hasta las rodillas, porque al ahogado le espanta la forma en que murió, y me dejará ir. Luego de esperar un tiempo con los pies en el agua, podría regresar a un lugar seguro.

También aparecen en forma de barcos fantasmas, con luces potentes que fingen orientar a los pescadores artesanales indicando con señas los lugares en donde abunda la pesca. Es una trampa para desorientar a los ingenuos, que no tienen el cuidado de observar cuidadosamente que, so pretexto de ayudarlos, los están enviando a alta mar o hacia los arrecifes para que se hundan sin remedio. 

Este universo de ahogados es la explicación contemporánea de viejos mitos que apenas se recuerdan por el despliegue que hicieron los incas de su religión oficial, que fue casi la única que ingresó al recuerdo escrito de los españoles. Pero aún queda huella de aquellos tiempos anteriores al imperio de Pachacútec. En más de una comunidad cusqueña aún se recuerda la visión del universo en la que el espacio terrestre es muy pequeño y tiene forma de plato de cerámica que flota en un inmenso y eterno mar. Y que todas las aguas, saladas o dulces, pertenecen a este océano sin límites. Por eso, en tiempos de escasez, los campesinos (o sus pongos o sacerdotes) deben viajar a la costa y recoger agua marina en vasijas. Las llevan luego al Apu, o cerro patrono de su comunidad, para arrojar el líquido salado a sus cumbres, rogando que en compensación regresen las lluvias.

También en la costa, un sabio y folclorista, don Augusto León Barandiarán, recogió en pocas líneas el recuerdo de una primera humanidad que poblaba nuestra tierra. Su vida esencialmente nocturna y su dependencia de los peces (que los llevaba a adorar al robalo o lubina) terminaron por ofender al Sol que se les presentó en forma de ballena para ganar su respeto. Al no ser reverenciado, el Sol los condenó a convertirse en peces, que a partir de ese momento mueren al salir de las aguas.

¿Vivimos ahora su venganza? ¿Qué otra humanidad seguirá a la nuestra si un fenómeno previsto y conocido nos causa tanto dolor? Quizá, siglos más tarde, alguien nos recuerde como la humanidad que nunca pudo pensar en su futuro.