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César Azabache

Los tribunales no siempre son los espacios apropiados para construir la memoria del pasado reciente. Para que ellos funcionen se requiere la presencia física de aquel o aquella persona a quien se acusa. Enorme limitación. Los tribunales no nos sirven cuando debemos cerrar de alguna manera la historia de alguien que decide suicidarse.

El que se quita la vida en medio de acusaciones, de pedidos de prisión, escapa a toda confrontación. Esto es innegable. El en casos que están marcados por el riesgo de un juicio, representa una fuga irreversible. Pero además, el que elige hacer esto impone el dolor de sus deudos como un muro, un obstáculo destinado a contener la rabia de quienes encontraban justo llevarle ante los tribunales. El suicidio condena a la familia del que escapa a convertirse en un objeto que impide discutir el sentido de la fuga en su exacta dimensión. Como si fueran un escaparate lanzado al piso en el tracto de la huida. Imposible discutir los fundamentos de un castigo que deviene en imposible con un hijo, una hija, un padre, una madre o una pareja que intentan organizar sus propios duelos.

Jamás debemos atacar a los que quedan en reemplazo de aquel que ha provocado su propia ausencia.

Y sin embargo aquel que decide suicidarse se impone un castigo. El peor castigo imaginable. Un castigo sin revisión posible; uno que nadie más habría podido imponerle. Uno que usualmente confirma que no se pedirá perdón por lo que pudiera haberse hecho. La propia muerte es la única vía de fuga que el sistema legal no es capaz de impedir ni sancionar.

Más allá de cualquier intento de mitificación, el suicidio de aquel que ha sido señalado como responsable de un crimen tiene un efecto práctico indiscutible. Quien opta por escapar de esta forma a una acusación renuncia a defenderse, renuncia a disputar la razón a quien le acusa, renuncia a arrepentirse y renuncia a toda forma de clemencia. Pero renuncia también a ser perdonado. El relativo silencio que impone aquel que de esta manera se fuga no confirma inocencia alguna. El que se quita la vida solo confirma con su decisión que, a final de cuentas, los cargos tuvieron consecuencias. Desproporcionadas por cierto, porque la muerte no mantiene ninguna proporción, pero llevadas a este absurdo por su propia decisión.

Dejarse asesinar es una cosa por completo distinta a suicidarse. Quitarse la vida en medio de un golpe de Estado o un combate, también. Dejarse encarcelar por años reivindicando el derecho irrenunciable a ser libre, incluso estando en prisión, es por supuesto algo enteramente distinto a un suicidio. Los suicidios en juicio no pueden ser asociados a martirologio alguno.

La semántica del suicidio en juicio, actualmente, está marcada inevitablemente por la escena organizada por el bosnio Slobodan Praljak en noviembre del 2017, en La Haya. A una proclama unilateral: “No soy un criminal de guerra”, siguió el veneno ante las cámaras. Después nada. Imposible réplica alguna ante quien entonces abandona la escena. La muerte autoprovocada en un juicio puede llegar a tener mucho de arrebato histriónico. Pero tiene más de negación y silencio impuesto a una comunidad entera que entonces, queda en claro, se desprecia.

El suicidio del acusado cierra toda alternativa a discutir equilibradamente la proclama que antes de quitarse la vida lanza quien sin saberlo se castiga.

¿Elimina las sospechas el que después de lanzar una proclama cancela toda opción de debate equilibrado? No lo creo, no en absoluto.

No pretendo lanzar comparaciones que puedan parecer ofensivas, pero antes de la escena ensamblada por Prajlak en La Haya había quedado registrado el suicidio del ex presidente Roh Moo-hyun en el 2009, en Corea del Sur. Moo-hyun alcanzó a pedir perdón. Aceptó que recibió el dinero que se denunció como un soborno. Pero nunca aceptó claramente ser responsable de un crimen. Cercado por la recepción de estos fondos y por los cargos presentados contra su hermano, también por soborno, se quitó la vida.

Antes de él solo aparece en los registros el suicidio de Emil Haussmann, agente de los escuadrones de la muerte del gobierno alemán, quien se quitó la vida en 1947, dos días después de ser acusado por crímenes de lesa humanidad. Además están los suicidios de Görig, Blaskowitz, Böhme y Hess, todos agentes del gobierno alemán de la segunda guerra, condenados por genocidio.

No encuentro ningún personaje semejante a Mandela o a Wu Gan escapando de esta manera.

El suicidio no aparece en el lenguaje de las personas que se sienten inocentes.

García, imponiéndose el mayor de los castigos, ha puesto punto final a esta historia. Hay aún mucho por descubrir. Pero se descubrirá discutiendo la responsabilidad de los otros. No la de García.

Ahora nos toca continuar.