(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Enrique Bernales

En general, las repúblicas no son adictas a crear dinastías; es una diferencia sustantiva con las monarquías que basan su legitimidad en el principio dinástico. En el Perú, nuestra historia solo registra dos casos de presidentes hijos de presidentes: José Pardo, hijo del gran Manuel Pardo, y Manuel Prado, hijo menor de Mariano Ignacio Prado.

Surge entonces una pregunta que despierta entusiasmo en unos e irritación en otros: ¿Es el fundador de una dinastía que tendría por sucesores a sus hijos y ? Sería algo inédito que pudo ocurrir en el 2011 y el 2016 cuando Keiko estuvo a punto de ser elegida presidenta.

Alberto Fujimori surgió en el escenario nacional cuando, entre 1984 y 1990, fue rector de la Universidad Agraria, presidente de la Asociación Nacional de Rectores y dirigió el programa de televisión “Concertando” en el canal del Estado. En 1990 fundó Cambio 90 y presentó su candidatura presidencial en un proceso en el que su primera ventaja fue la división autodestructiva de Izquierda Unida (el único movimiento de esa orientación que alcanzó dimensión nacional).

Eso lo llevó a convertirse en el contrincante principal de Mario Vargas Llosa y ganarle la elección. Fujimori tuvo la habilidad de llegar al corazón de millones de personas de escasos recursos que se identificaban con él. En cambio, el Fredemo de Vargas Llosa simbolizaba en el imaginario popular una opulencia que, a pesar de su inteligencia y cultura, el escritor no pudo neutralizar.

Estimo que fue allí, en el “Chino, chino” de calles y plazas, que nació el fujimorismo, con toda su carga de populismo asistencialista y también de autoritarismo. Porque a Fujimori le perdonaron el ‘fujishock’, el olvido de su promesa de cambio social, la apertura hacia el neoliberalismo y el golpe de Estado de 1992, carente de toda justificación pero que fue respaldado por el 80% de la población.

La Constitución de 1993 le permitió a Fujimori ser candidato a una discutible reelección inmediata en 1995, proceso en el que derrotó a otro notable peruano, Javier Pérez de Cuéllar. Si bien la economía del país había mejorado y el terrorismo derrotado, no se puede callar que autorizó la corrupción de su asesor Vladimiro Montesinos, la creación del grupo paramilitar Colina y la comisión de graves delitos como los de Barrios Altos y la Cantuta que años más tarde merecieron que fuera condenado a 25 años de prisión.

En el debe de Fujimori también está la írrita tercera reelección del 2000, la fuga al Japón y la renuncia a la presidencia por fax, que fue determinante para que el Congreso lo destituyera por incapacidad moral. Sin embargo, siguió contando con el buen recuerdo de sus leales.

Cabe preguntarse si tanta tolerancia indica una cierta tendencia al autoritarismo de sectores populares indiferentes a una democracia que nunca se ocupó de atenderlos y respetarlos. Populares fueron Leguía, Odría y Velasco, y se trató de gobernantes autoritarios.
Esta disponibilidad para tolerar comportamientos autoritarios en el uso del poder, obliga a quienes creemos en la democracia a buscar en sus errores y equivocaciones la causa de un desencanto que termina siendo propicio a las opciones de autoritarismo populista.

En efecto, aquí estamos con un Alberto Fujimori que, al cabo de 30 años, libre, en prisión o indultado, sigue siendo un referente protagónico de poder político en el Perú. Su presencia, no obstante, motiva también otro referente: el del antifujimorismo, de composición heterogénea y que a pesar de bulliciosas movilizaciones callejeras no ha podido evitar ni neutralizar el trabajo de organización política llevado a cabo por Keiko Fujimori.

La hija mayor de Alberto Fujimori ha convertido Fuerza Popular en el partido político más fuerte del país. Paralelamente, su hermano Kenji es un alfil que ha trabajado intensamente en el indulto de su padre, logrando con 10 votos prestados de las filas de Fuerza Popular salvar al presidente Kuczynski de una segura vacancia del cargo presidencial.

Tenemos pues, no uno sino tres Fujimori: Alberto, Keiko y Kenji. Cada uno con sus respectivas cuotas de poder. En este escenario, la estrategia de Alberto consistirá en saldar deudas entre sus dos herederos y, restablecida la unidad, la sucesión como su legado dinástico al Perú. ¿Será posible?

La más reciente encuesta de Ipsos para El Comercio dice que el 56% de la población respalda el indulto, que Kenji tiene un 32% de aceptación y Keiko 29%. Separados los dos pierden, ¿pero con cuánto llegarán al 2021 si resuelven sus diferencias internas? Es una incógnita. No obstante, el verdadero problema es saber si habrá una inteligencia estratégica entre quienes se oponen a la dinastía posible que les permita superar visibles diferencias que hoy son mayores a las existentes en el frente fujimorista.