Amor por el Perú, por Carmen McEvoy
Amor por el Perú, por Carmen McEvoy
Carmen McEvoy

Sumamente violenta –especialmente a nivel verbal– ha sido la última campaña electoral que esta semana llega a su fin. No alcanza la dimensión de la de 1872 –que culminó con un presidente asesinado a balazos y un ministro de Guerra y dos de sus hermanos colgados del campanario de la Catedral de Lima– pero igual ha suscitado pedidos de tregua. 

El problema es que las campañas electorales son el fiel reflejo de cada sociedad. La oportunidad que ellas tienen para exorcizar sus demonios y saldar cuentas con un pasado irresuelto que –como el nuestro– siempre vuelve para atormentarnos. Pienso, por ejemplo, en la corrupción que destruye a nuestras instituciones, en el crimen organizado que no perdona ya ni la vida de bebes durmiendo en los brazos de sus madres, en el narcotráfico que se perfila como el primer grupo de interés económico, en nuestra poco estudiada tendencia hacia la destrucción y en la falta de amor por la República del Perú.

Hasta la fecha hemos visto todo lo imaginable: tesis plagiadas que ya nadie recuerda, un jurado electoral que no se comportó a la altura de las circunstancias, candidatos que subieron y bajaron por el palo encebado de las encuestas, traiciones, denuncias, pocas ideas y mucha farsa. Pero lo más destacable es el despliegue de dinero y recursos, inédito en nuestra historia electoral. 

La interminable serpiente de camionetas, buses y carros último modelo movilizados por Fuerza Popular en Puno bajo la batuta de Joaquín Ramírez, supuesto lavador de dinero ligado al narcotráfico, es solo comparable a las caravanas majestuosas para recibir a Keiko Fujimori, financiadas por un cacique selvático acusado, también, de narcotráfico y lavado de activos. Terrible obscenidad en un país pobre y que debiera llamarnos a la reflexión. A la preocupación por el surgimiento de una plutocracia lumpenesca que no entiende de democracia y para la cual el amor al Perú es una idea esotérica.

“Sirve a tu país; busca la excelencia”. Esta sentencia, en medio de la feria de improperios, cinismo y pobreza de ideas que ha sido esta campaña –la más vergonzosa de nuestra historia republicana– me conmovió profundamente. Su madre se la dijo a Pedro Pablo Kuczynski antes de morir. La señora no había nacido en el Perú pero abrazó a nuestro país como suyo y vivió con su esposo en el leprosorio de San Pablo, en lo más recóndito de nuestra Amazonía. Su hijo Pedro Pablo, a sus 77 años, sigue dando batalla –quizás sosa y a veces en cámara lenta– por ese Perú mágico que recorrió de la mano de sus padres. La historia puede parecer irrelevante en la era de la ambición y la violencia desmedida, pero es bueno recordarla. 

José Chlimper, vicepresidente de la fórmula de Fuerza Popular, declara que él no recuerda lo que ocurrió hace veinte años y yo como historiadora me permito discrepar con su ingenuo presentismo. A mí la memoria me sirve de ancla en la alegría y en la adversidad. Quizá porque ella se originó en un hogar punteño donde mi padre, un hombre bueno y honesto, me enseñó a recordar los eventos que forjaron al Perú que él tanto amaba. 

La historia más poderosa que mi padre me contó fue sobre la temprana partida de José Faustino Sánchez Carrión, quien murió luego de organizar la campaña militar que culminó en el triunfo patriota en Ayacucho. Cayetano Heredia, el insigne médico peruano, le hizo la autopsia y luego escribió que su pena era inconmensurable al reconocer el cuerpo inerte de un liberteño que amó y sirvió al Perú hasta el final. 

Recordando a Sánchez Carrión, a mi padre y a tantos patriotas anónimos que se inmolaron por la República, les pido a mis conciudadanos que voten con memoria y con amor. Nuestro Perú milenario merece el destino grande y digno que los padres fundadores soñaron para él hace ya 200 años.