La mayoría de las constituciones democráticas reconocen el derecho a la que tiene un pueblo contra el dictador. No es un derecho reciente, tiene una larga trayectoria teórica que lo fundamenta y a la vez se ha producido, en diversos pueblos, una serie de procesos contra los tiranos, aquellas personas que usan el poder arbitrariamente de acuerdo con su real entender y capricho, poniéndose por encima de la ley y despreciando la libre voluntad que tienen los ciudadanos para elegir a sus autoridades. El dictador seguirá utilizando la fuerza contra todo aquel que se oponga a su gobierno.

Por ejemplo, en Roma, Cicerón sostenía que el pueblo puede y debe rebelarse contra el tirano. Incluso justifica el tiranicidio, si el tirano se niega a abandonar el poder. En la Edad Media, Santo Tomás tuvo argumentos similares a los de Cicerón, pero a partir de un ejemplo bíblico. Según el santo aquiniano, el tiranicidio se justifica contra una tiranía excesiva. El hugonote (protestante) Junius Brutus escribió una obra titulada “Vindiciae contra Tyrannos”; es decir, “venganza contra los tiranos”. John Locke, en su famoso “Dos tratados sobre el gobierno civil”, justifica el derecho de rebelión contra el usurpador del poder.

El filósofo inglés sostiene que el pueblo insurge para recuperar su libertad y el derecho de darse su gobierno. De esta manera, otorga el poder para gobernar y le pone límites a dicho poder mandante. Así las cosas, solo el pueblo, en su condición de ciudadano, puede dar o quitar el poder. Esta no es una facultad de ninguna autoridad, grupo de poder o individuo.

Como se sabe, a lo largo de la historia se han producido una serie de movimientos insurgentes contra los dictadores, algunos fueron exitosos y otros fracasaron. También muchas autocracias en su forma totalitaria y autoritaria se desmoronaron. Como sucedió con la Unión Soviética, la ahora república rusa, donde acaba de fallecer el gran artífice de la caída del totalitarismo marxista-leninista: Mijaíl Gorbachov, o como sucedió con el PRI mexicano y las dictaduras latinoamericanas de los años setenta.

Entre nosotros, una gran insurgencia fue la de los Cuatro Suyos contra la dictadura fujimorista. Una dictadura que se revistió de formalidades democráticas, cuando en el fondo, como se sabe, solo un pequeño entorno fujimorista controlaba y concentraba el poder desde el Ejecutivo. Pero, para que la insurgencia triunfe, el dictador debe caer y se han dado casos en los que ello no ha sucedido. Hay dos motivos principales que pueden impedir su derrocamiento: un alto grado de represión o porque la mayoría del pueblo apoya al dictador.

Estas reflexiones previas sirven para entender cuál es la justificación moral y jurídica de la rebelión contra la dictadura y desmienten los argumentos de los partidarios de de que él insurgió contra una dictadura. En el fondo, se intenta con este argumento crear una estrategia engañosa, confundiendo el levantamiento en Locumba –ya cuando por presión del movimiento de los Cuatro Suyos, que fue pacífico, Fujimori estaba de salida– con el ‘andahuaylazo’.

Este último no fue insurgencia, sino sedición: fue un intento de golpe de Estado contra un gobierno legítimamente constituido, elegido por el pueblo en un proceso electoral transparente. Antauro Humala fue condenado por sedición y por ser el cabecilla de la captura de una comisaría donde fueron asesinados cuatro valerosos policías por cumplir su deber de defender el Estado de Derecho.

Ahora él no se arrepiente de su crimen, de su proceder antidemocrático y busca diversas formas para justificar que su delito no es tal. En realidad, Antauro Humala no es más que un vil delincuente que participó en el asesinato del ‘andahuaylazo’, que pretende justificar política e ideológicamente su crimen, y en esto no se diferencia en nada de Abimael Guzmán, otro vil asesino, que fundamentó y justificó sus asesinatos a través de una ideología.

Francisco Miró Quesada Rada es exdirector de El Comercio