(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)
(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa)

Una noche tranquila del 28 de diciembre, alrededor de las 11 de la noche, recibí la llamada desesperada de un íntimo amigo diplomático. Me preguntaba si en El Comercio teníamos información sobre el cese de un buen número de sus colegas. Le respondí que no. Entonces, me adelantó la noticia y me pidió que hablara con un político muy allegado a Fujimori para ver si, a través de su influencia, se podía retroceder la arbitraria decisión. 

Para mí fue un fastidio porque, desde que Fujimori dio el golpe del 5 de abril de 1992, siempre estuve en contra de su dictadura. No obstante, ante la prepotente y arbitraria decisión, decidí llamar al alto funcionario. Pero “mi amigo” fujimorista me meció. Me dijo que perdiera cuidado porque lo del cese eran puros rumores. (No podemos olvidar que la técnica de la mecedora forma parte de la cínica estrategia política de Fujimori y de muchos de los seguidores y admiradores de su dictadura). 

Cuando el 29 de diciembre de 1992 se confirmó la noticia, inmediatamente este Diario publicó un editorial oponiéndose a la medida. Y, personalmente, escribí un artículo manifestándome en contra. 

Ahora que han pasado 25 años de aquella razia en el Ministerio de Relaciones Exteriores, recuerdo las conversaciones que tuve con muchos amigos y amigas, diplomáticos de larga y exitosa trayectoria, a los que –sin fundamento alguno– los botaron de su trabajo. Algunos ya fallecieron y otros, tras largos procesos judiciales, regresaron al servicio. 

El daño que les causaron no fue solo material –porque se quedaron sin trabajo–, sino también espiritual. Como dice el jurista Carlos Fernández Sessarego en sus estudios sobre la persona humana, dejar a una persona sin trabajo es cortarle su proyecto de vida. Y es cierto. Una gran parte de las personas organiza su vida gracias a que posee un trabajo, pues esto les provee la estabilidad económica necesaria para orientarse en el tiempo. 

El 30 de diciembre de aquel año tan nefasto para la diplomacia peruana, Alberto Fujimori, con el cinismo que lo caracteriza, justificó su arbitrariedad insultando a los 117 diplomáticos. Según declaró su ex canciller en la Comisión Especial de Alto Nivel, Alberto Fujimori calificó de “incapaces, borrachos, pícaros, ladrones y homosexuales” a los referidos diplomáticos. 

Como era de esperarse, el cese de los diplomáticos fue noticia mundial. La reacción de los medios informativos, tanto en el Perú como en el extranjero, fue adversa al régimen fujimorista. El dictador no supo distinguir entre lo real y las calumnias que surgieron de aquellos que, por intereses subalternos, deshonraron la carrera diplomática; una carrera que optaron libremente por seguir sin tomar en cuenta el alto nivel de ética que esta profesión demanda. Ellos se aconchabaron con Fujimori y se encargaron de confeccionar una lista de sus colegas para cesarlos.  

Entre los afectados por la medida figuraban ex cancilleres y embajadores que gozaron de un alto prestigio en el Perú y en el exterior, y que daban lustre a la imagen externa de nuestro país en aspectos como el derecho internacional, la política peruana sobre derechos humanos, el cuidado del medio ambiente, la negociación, la economía, la ciencia política, la cultura y otros de la vasta actividad diplomática. 

Esta medida produjo un impacto negativo que colocó al Perú –a nivel mundial– en el nada honroso escalón de los países que atentan contra las instituciones que constituyen la primera línea de defensa de todo Estado. O dicho de otro modo, aquel fue un atentado, no solo contra la cancillería, sino contra el Perú, porque a nuestro servicio diplomático le costó mucho tiempo recuperar la estabilidad que había labrado durante años. Al punto que, todavía hoy, hay secuelas que la cancillería no pudo superar.  

La abusiva e irresponsable decisión tomada hace 25 años por el dictador Fujimori y por sus operadores fue la más perversa que experimentó el servicio diplomático a lo largo de toda su historia. Sus efectos continúan vivos hasta hoy. Por ello, nunca más debe repetirse.