Carmen McEvoy

“Hay instantes en la vida”, observó el escritor Sandor Márai, en los que todo lo ves con “absoluta lucidez”. Es en ese contexto en el que se descubren tanto las “posibilidades escondidas” como las debilidades y cobardías que usualmente preferimos olvidar. Esos momentos que llegan sin avisar, como fue el caso de la muerte masiva que nos trajo el COVID-19, constituyen, según el autor de “El último encuentro”, puntos de inflexión. Un fenómeno que ocurre a nivel individual pero que en algunos casos llega a penetrar, parcialmente, al colectivo social.

Pienso que el se encuentra atravesando una de esas etapas duras y aleccionadoras, que, si dejamos de lado nuestra usual autorreferencia, vienen ocurriendo alrededor del planeta. Pienso en las audiencias en Washington DC, a propósito de la toma violenta del Capitolio por los seguidores del expresidente estadounidense Donald Trump, obviamente con su anuencia. Un hecho que revela los aspectos más oscuros de la que por siglos se consideró, a pesar de su racismo y violencia ahora inocultable, la democracia modélica de las Américas. No sorprende, entonces, que en este nuevo “punto de inflexión” mundial el pasado regrese para llevar a cabo un brutal ajuste de cuentas y el fascismo reaparezca con fuerza. La crueldad a la que Ucrania está siendo sometida en su lucha desigual con una Rusia presidida por un autócrata vengativo y delirante recuerda a muchos, entre ellos a la historiadora Anne Applebaum, los tiempos estalinistas.

En estas últimas semanas en las que el “tempo histórico” peruano parece haberse también acelerado somos testigos de todo lo imaginable. Desde un presidente con cinco investigaciones en la Fiscalía de la Nación –que señala que el Perú debe promover la ciencia cuando sabemos que plagió, junto a su esposa, el 85% del marco teórico de su tesis de maestría– hasta un asaltante de pizzerías –que se cree héroe nacional porque ofrece información para tumbarse a un mandatario atrapado en su laberinto prebendario–. Y, lamentablemente, en esta hondonada también pululan familiares cercanos del jefe del Estado y compadres de todo tipo. Porque cruzar la línea entre lo privado y lo público para levantarse al Estado en vilo no le quita el sueño a nadie y mucho menos atentar, como ocurre en el ámbito del Congreso, con proyectos contra la modernización de un sistema educativo y con ello, justamente, socavar la excelencia. Una capacidad imprescindible para enfrentar este siglo XXI lleno de desafíos. En ese escenario, respuestas patéticas a la Comisión Fiscalizadora del Congreso del tipo “yo no conocía Lima” y por esa razón decir que tu empleador y proveedor del Estado fue a visitarte a Palacio de Gobierno distraen de una pregunta fundamental: “¿Qué tipo de república deseamos para una etapa en la que un telescopio es capaz de llevarnos a conocer los orígenes del universo?”. Esta puede ser complementada con la siguiente: “¿De qué manera una sociedad diversa, creativa y trabajadora como la nuestra logrará construir un espacio de bienestar sostenible, de dignidad y del respeto internacional que merece?”.

En su diario personal conocido también como “”, el conquistador español Álvar Núñez Cabeza de Vaca acepta que está desnudo y a partir de ese doloroso reconocimiento empieza a reconstruir su vida luego de una tempestad que le arranca todo, menos su fe en sí mismo y su capacidad de adaptarse, e incluso reinventarse, de cara a una realidad regida por la adversidad. En su camino duro y largo a la sobrevivencia y posterior liberación, pues es incluso esclavizado por esos indios a los que venía a conquistar y privar de sus tierras y recursos, Cabeza de Vaca explora sus “posibilidades escondidas”, pero también las debilidades y cobardías de una encrucijada histórica en la que el pasado y el presente lo desafían sin piedad.

En el caso peruano, nuestra cobardía, que es de viejo cuño, fue no desmantelar –porque era conveniente para cada oleada delictiva preservarlo– un sistema perverso de rapacidad incontrolable, que hoy, paradójicamente, administra un representante del “Perú profundo”. Respecto a esto último es bueno recordar también la debilidad de nuestra imbatible mistificación, aquello que Aldous Huxley llamó “los placeres de la ilusión” que nos ha empujado a endiosar sistemáticamente a héroes con pies de barro. Aunque, por suerte en el camino siempre aparece una Kimberly García para recordarnos que las posibilidades escondidas radican en el trabajo constante, la responsabilidad personal y el amor por los nuestros y por el Perú.

Carmen McEvoy es historiadora